Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente

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RIDCA - Edición Nº1 - Derecho Penal

Karen Chaparro - Nicolás Vasiliev, Directores

15 de junio de 2022

Análisis de la regulación de los delitos sexuales en el Código Penal argentino bajo el prisma de la racionalidad legislativa

Autor. Javier Teodoro Álvarez

Por Javier Teodoro Álvarez[1]

 

  1. Introducción

Uno de los momentos más decisivo para la actividad legislativa en materia penal se produce cuando se debe decidir sobre las conductas o comportamientos que serán alcanzados por la punición estatal. Esta selectividad, que suele ser siempre problemática, es en los delitos sexuales donde adquiere características muy particulares.

El estudio de diversas legislaciones comparadas muestra que en ese momento se entrecruzan aspectos morales, religiosos, culturales y sociales que no suelen presentarse en otras clases de prohibiciones. En otras palabras: la demarcación de la frontera entre lo prohibido y lo permitido se imprime de consideraciones que atentan contra la claridad que debería primar en lo que se refiere a la disponibilidad de un bien jurídico tan íntimo e indispensable para el desarrollo de la vida. Un claro ejemplo de lo expuesto es la ley nº 25.087 sancionada en la Argentina en el año 1999 que estableció el régimen actual de la legislación penal en materia de delitos sexuales.

En las líneas que siguen me dedicaré a examinar aquel cuerpo legal para ofrecer un análisis vinculado a los problemas de racionalidad que presenta, en especial en relación con los 5 niveles que ofrece la teoría de Atienza. Para ello iniciaré el camino a transitar con una breve presentación de la ley nº 25.087 y el contexto de su sanción. Luego analizaré los niveles de racionalidad legislativa ofrecidos por el mencionado autor aplicados al texto de la citada ley, para finalizar con una breve reflexión final en la que intentaré ofrecer algunas ideas para incrementar la racionalidad en futuras reformas.

  1. La ley nº 25.087

El impacto de la aprobación de esta ley fue trascendental, ya que desde la sanción del código penal argentino en 1921 no se producía una revisión completa de toda la normativa vinculada a la criminalización de los comportamientos sexuales lesivos. Su aprobación se dio en el marco de un debate muy particular sobre la necesidad de actualizar la respuesta jurídica frente a la violencia sexual a finales de la década del ´90 en la Argentina.

En concreto, se reclamaba desde el plano académico adecuar la legislación al nuevo marco que desde 1994 obligaba el texto constitucional. Aquella reforma de la Carta Magna introdujo con esa misma jerarquía los compromisos internacionales asumidos por el país en materia de derechos humanos y civiles, por los que se reconoció el amparo de un cierto ámbito de autodeterminación como, asimismo, de las libertades individuales.

Por su parte, diversas decisiones judiciales generaron también un reclamo popular sobre el texto vigente hasta 1999. En especial se demandaba incluir dentro del concepto de violación a la práctica no consentida de la fellatio in ore y, a su vez, contar con una nueva legislación que reflejara los cambios sociales de los últimos años.[2]

Es entonces en ese escenario que se sanciona la ley nº 25.087[3], a través de la cual se modificó por primera y única vez todo el régimen vigente desde 1921 en materia de delitos sexuales.[4]Sin embargo, se trata de una de las leyes más cuestionadas de los últimos tiempos en relación con la técnica legislativa utilizada para describir las conductas prohibidas, como también por la elección del propio bien jurídico.

En efecto, la ley contiene una exacerbada presencia de elementos normativos en los distintos aspectos objetivos de los tipos penales. Esta situación provocó imprecisiones y vaguedades interpretativas que permitieron poner en duda, incluso, la constitucionalidad en algunos casos. Los ejemplos más claros pueden resumirse en el abuso sexual gravemente ultrajante del art. 119 segundo párrafo, el término madurez sexual del art. 120, el delito de corrupción de menores y los actos de exhibiciones obscenas en el art. 129.

En el siguiente acápite analizaré estos tipos penales desde la perspectiva de los niveles de racionalidad legislativa enunciados por Atienza, con el propósito de indagar acerca de si la ley nº 25.087 supera ciertos estándares de racionalidad en ese sentido.

 

  1. Los niveles de racionalidad legislativa

Para Atienza (1997: 27) la racionalidad de la actividad legislativa puede entenderse en 5 niveles: una racionalidad comunicativa o lingüística, una racionalidad jurídico-formal, una racionalidad pragmática, una racionalidad teleológica y, finalmente, una racionalidad ética. A su vez, propone dos tipos de análisis a partir de estos niveles, uno es de tipo interno y otro de carácter externo. Para el primero, cada modelo de racionalidad permite construir los elementos de la actividad legislativa, mientras que el segundo permite mostrar las relaciones que guardan entre sí los distintos niveles de racionalidad.

En lo que sigue propondré el análisis de carácter interno siguiendo el modelo de Atienza de cada uno de estos niveles de racionalidad en relación con algunos de los tipos penales descriptos en la ley nº 25.087 con el propósito de advertir sus grados de irracionalidad.

  1. Racionalidad lingüística

Para este nivel de racionalidad la comunicación del mensaje normativo entre el edictor y el destinatario de la ley debe ser fluida.

En función de ello, se puede afirmar que el legislador penal tiene que resolver dos problemas: por un lado, debe dejar sus normas lo suficientemente abiertas como para poder adaptarse a casos futuros aún desconocidos y, por el otro, debe formularlas de un modo lo suficientemente cerrado para que no abarquen casos no imaginados. De esta forma se enfrenta a una decisión: optar por la flexibilidad u optar por la precisión. Si opta por la flexibilidad, alcanzará su meta siempre ya que una norma formulada de un modo impreciso o vago amplía el ámbito de decisión, y si decide, en cambio, por la precisión puede generarse un obstáculo ya que puede ser demasiado precisa y excluir casos que no habría que excluir (Hassemer, 1984:313).

La primera alternativa atenta contra la racionalidad lingüista, mientras que la segunda probablemente no. Sin embargo, en ambos escenarios se generan consecuencias que pueden atentar contra la eficacia de la ley. De allí entonces que, en este nivel de racionalidad, una ley no será racional en la medida que fracase como acto de comunicación.

Un buen ejemplo de ello es lo que ocurre con el art. 119 párrafo segundo[5] del código penal, introducido por la reforma de la ley bajo examen. En efecto, se trata de una norma hartamente cuestionada en relación con la excesiva amplitud de las exigencias que el tipo objetivo demanda para configurar un abuso sexual agravado: la duración y circunstancias de su realización, las que-a su vez- deben implicar un sometimiento que, asimismo, debe ser ultrajante para la víctima.

Ahora bien, no existe pauta orientativa alguna sobre qué medida de tiempo debe tomarse para acreditar una duración que genere un sometimiento que, además, sea ultrajante. De igual modo ocurre con las “circunstancias de realización”.

En igual sentido, y en relación con lo expuesto, el núcleo del tipo penal del art. 120[6]reposa en el concepto de madurez sexual cuya precisión generó extensos debates. De manera muy breve se puede indicar que los alcances del término se dividen en dos posturas: en el entendimiento que madurez es sinónimo de experiencia, o que se trata de una noción más amplia que remite a una formación sexual adecuada que habilitaría la posibilidad de consentir ciertos actos.

La primera tesis es aquella que reemplaza el contenido del antiguo concepto de honestidad en el delito de estupro por el cual se exigía que, mientras la mujer permanezca en estado virginal, podía ser víctima del hecho. Así, se equipara a la madurez con la experiencia sexual. La otra hipótesis entiende que el término alude a la información y preparación previa con la que ese adolescente llega al encuentro sexual. En esa lógica, la experiencia previa no implica necesariamente madurez, sino que ésta se adquiere a través de un proceso de conocimiento y reflexión que decanta en la sensatez con la que se decide ejercer la sexualidad. Posicionarse en una u otra teoría permite abrir o cerrar la prohibición penal, lo que en otras palabras significa que la validez del consentimiento que ese adolescente presta reposa en un juicio previo cuyas bases para la determinación no son del todo claras.

Los efectos que estas imprecisiones generan impactan de manera notable en la práctica judicial, pues para un tribunal un hecho será atípico, mientras que para otro no. De modo tal que, por ejemplo, sería imposible advertir si un adolescente entre los 13 y los 16 años puede consentir un acto sexual ya que la respuesta dependerá de lo que previamente se entienda por madurez sexual.

Con estos dos brevísimos ejemplos puede afirmarse que la ley nº 25.087 no supera el estándar de racionalidad lingüística o, al menos, no presenta niveles altos en este sentido.

  1. Racionalidad jurídico-formal

Este nivel de racionalidad se vincula con la sistematicidad del ordenamiento jurídico, vale decir, un sistema sin lagunas ni contradicciones ni redundancias. Wintgens enuncia una serie de principios para establecer una estructura de la teoría racional de la legislación, entre ellos se refiere al principio de coherencia.

Para este autor el principio de coherencia es un principio de justificación de limitaciones externas desde la perspectiva del sistema legal como un todo. En ese contexto, una contradicción hace al sistema inconsistente y, por ende, incoherente. Sin embargo, advierte que la coherencia es un asunto de grados (Wintgens, 2003:277).

En ese sentido, uno de los grandes problemas que presenta la ley nº 25.087 es la enorme contradicción que se genera en relación con la validez del consentimiento de conductas sexuales de personas menores de 18 años.

Así, por ejemplo, si una persona de diecisiete años se contacta con otra de quince para efectuarle una proposición de índole sexual podría incurrir en la conducta prohibida del art. 131 del CP[7]. Sin embargo, si ese vínculo se produce en el plano físico-e incluso mantienen una relación sexual real- y la persona de quince años resulta ser madura sexualmente, entonces el comportamiento será atípico de acuerdo al art. 120 del CP.

En igual sentido, una persona menor de dieciocho años se encuentra vedada para contactarse con otra mediante una red social con un fin sexual determinado, empero, a partir de los catorce años podrá acceder a espectáculos pornográficos según el art. 128 del CP[8]. No obstante, desde los trece años podrá observar actos de exhibiciones obscenas de acuerdo con el art. 129 del CP[9] aunque recién a los catorce años podrá observar material o espectáculos pornográficos; ello produce el absurdo de un limbo del año que va entre los trece y los catorce años.

Por otro lado, una persona de diecisiete años podrá mantener relaciones sexuales con otra de dieciséis, pero si mantiene una sesión de sexo virtual mediante la cual ésta le envía fotografías de su propio cuerpo desnudo a su solicitud, podría incurrir en el delito previsto en el art. 128 del CP. De igual modo, un joven de catorce años podrá mantener un contacto sexual con otro de dieciséis mediante el cual intercambien besos y caricias, pero no podrían mantener una conversación sobre sus fantasías sexuales respecto a encuentros futuros o intercambio de imágenes de sus genitales vía una red social sin que aquel no quede expuesto a ser autor del delito previsto en el art. 131 del CP.[10]

Es claro entonces que las previsiones de la ley nº 25.087 en esta materia escapan de este nivel de racionalidad. A su vez, podría afirmarse que se trata de un nivel de coherencia bastante bajo ya que las contradicciones enunciadas generan que la legislación pierda sentido alguno.

  1. La racionalidad pragmática

Este nivel consiste en la adecuación de la conducta a los destinatarios a lo prescripto por la ley. El ejemplo más claro de transgresión en la ley aquí examinada es el delito de corrupción de menores. La construcción del aspecto objetivo del delito, por un lado, extiende la edad del sujeto pasivo hasta los 18 años y le niega eficacia al consentimiento que éste pueda prestar, y por el otro, no precisa los supuestos de hecho que podrían quedar abarcados por la prohibición.

La cuestión se agrava aún más cuando el sujeto pasivo es mayor de 16 y menor de 18 años y consiente una relación que, por su carácter, se pueda entender como corruptora, negando de esta manera el ámbito de autodeterminación sexual en dicho rango etario; pese a que se trata de menores considerados maduros sexuales por el art. 120 del propio título III del CP.

Para entender tal conclusión, quizás sea más útil apelar a un ejemplo que permita graficar el problema: supongamos el caso de una mujer de dieciséis que contrae matrimonio mediante venia judicial con un hombre de 24 años. En el ámbito del ejercicio de su sexualidad, ambos deciden comenzar a participar en encuentros de intercambio de parejas. Enterados de esta circunstancia, los padres de ella deciden denunciar al marido por el delito de corrupción de menores. El esposo podría incurrir en el delito de corrupción de menores y, además, en este caso, agravado por ser el cónyuge el sujeto activo.[11]Esto significaría que, en la intimidad de un matrimonio, sus integrantes no podrían saber a ciencia cierta qué tipo de prácticas sexuales pueden realizar de manera consentida sin que alguno de ellos no sea pasible de una sanción penal.

De tal forma que, conforme expone Atienza, para este nivel una ley será irracional si fracasa en su propósito de influir en el comportamiento humano. En otras palabras: es imposible advertir qué conducta será abarcada por este tipo penal y, por tal razón, la norma pierde su propio sentido.

  1. La racionalidad teleológica

Para este nivel, una ley puede ser irracional si no produce los efectos deseados o bien produce efectos no previstos.

En función de ello, es necesario advertir que uno de los principales propósitos de la sanción de la ley nº 25.087 fue remover todo sesgo moral o ético sobre los comportamientos sexuales y focalizar la atención en el plano de la afectación del bien jurídico. Sin embargo, ese propósito no fue alcanzado en la medida que mantuvo, entre otras, la prohibición de las exhibiciones obscenas.

Es que el término obscenidad es un resabio de la antigua regulación de los delitos sexuales cuando la lesión respondía a la honestidad. De allí que su permanencia luego de la reforma de la ley nº 25.087 recibió críticas y objeciones de distintos sectores.      

De manera tradicional se ha sostenido que lo obsceno debe entenderse como aquello impúdico o torpe que ofende al pudor, que se trataba del pudor público el que era entendido por la doctrina y la jurisprudencia como aquel pudor medio conformado por el conjunto de normas consuetudinarias de convivencia en relación con la sexualidad (Gomez, 1940: 229).

En definitiva, es un concepto cuyo contenido queda librado al arbitrio del análisis del órgano jurisdiccional en cada caso, para lo cual, deberá realizar una suerte de juicio de obscenidad de acuerdo a las características, deseos y moralidades propias y afirmar si se está frente a una afectación al sentimiento común de una determinada sociedad sobre lo considerado sexualmente normal o aceptable.

De modo tal que pese a proponer un determinado fin, la ley nº 25.087 no los alcanzó; lo que permite sostener cierto grado de irracionalidad en relación con este nivel.

  1. Racionalidad ética

Según Atienza, una ley es irracional si no está justificada éticamente, lo que tendría lugar por ejemplo cuando no prescribe lo que moralmente sería obligatorio que prescribiera.

En efecto, uno de los cambios más interesantes que produjo la ley nº 25.087 fue la transformación del bien jurídico. A partir de su sanción, se abandonó una pretendida tutela de carácter colectivo o social, como era la honestidad, para ser reemplazada por el amparo de la disponibilidad individual de la vivencia sexual. Así nació el concepto de integridad sexual como bien jurídico merecedor de resguardo por el ordenamiento jurídico penal.

La pretensión de la reforma se ubicó en alejar la imposición de una moral colectiva en materia sexual que edificaba las prohibiciones penales de acuerdo a un comportamiento determinado. Es que la honestidad exigía poner el acento en la actuación de la víctima, que era analizada bajo un prisma social. 

Esta concepción fue objeto de críticas pues implicaba, por un lado, el reconocimiento de la existencia de una moral sexual, o sea, de un acuerdo social sobre lo que es sexualmente admisible y, por el otro, el sometimiento de una ideología sobre el resto, algo inaceptable en un estado democrático que respete las pluralidades. De esa manera, al englobar las ofensas sexuales como atentados al honor, las víctimas dejaban de tener esa presunta virtud, lo que generaba que fueran victimizadas tanto por el agresor, pero también por el conjunto de la sociedad.

En ese contexto, resultaba evidente la necesidad de reformular el bien jurídico. Sin embargo, la elección del órgano legislativo en 1999 no fue la más acorde para dimensionar la verdadera afectación de las víctimas de estos delitos.

Es que el término integridad sexual reconoce varias acepciones de las cuales muchas aluden a la idea de rectitud– de hecho, para la RAE, integridad es pureza de las vírgenes- o también completitud. En ese aspecto, el vocablo puede ser interpretado como alusión a la idea del sexo como mal y la virginidad como bien; aunque la intensión haya sido abandonar todo resabio sexo fóbico del código penal. De allí, entonces, que se trata de un bien jurídico que requiere ser interpretado y examinado con el fin de poder precisar su alcance.

Por lo general, la doctrina suele reconocer que la integridad sexual abarca dos dimensiones según la edad de la víctima: el amparo del desarrollo de la sexualidad en las personas menores de 18 años y, en el caso de adultos, a la libertad sexual, entendida ésta como el ámbito de autonomía en esa esfera. Sin embargo, esta distinción no parece sensata ya que, en definitiva, siempre lo que se afecta en cualquier víctima de ofensas sexuales-con independencia de su edad- es su libertad. Esta tesis suele ser resistida por la gran mayoría de la doctrina y la jurisprudencia, en el entendimiento de que existen razones para afirmar que las personas menores de 18 años no gozan de esa plena libertad, por lo que ubican el ámbito de protección en el normal desarrollo de la sexualidad que se vería alterado mediante este tipo de afectaciones.

En esa afirmación radica una confusión terminológica que esconde resabios morales: si bien es cierto que la plena autonomía sexual se adquiere a partir de los 18 años en el actual código penal, lo que en verdad lesiona la victimización sexual a menores de esa edad es el derecho al libre desarrollo de ese aspecto esencial de la vida. Sustituir normal por libre desarrollo no es una mera formalidad conceptual, sino que permite ubicar el ámbito de protección en la libertad sin aludir a consideraciones éticas o morales en el ejercicio de la sexualidad.

Es que asumir un normal desarrollo de la sexualidad implica, consecuentemente, afirmar que preexiste una norma que codifica la manera en la que debe construirse la sexualidad humana. La transgresión a las exigencias que ese precepto imponga, entonces, configurarán la victimización.

Ahora bien, esa norma-como toda regla- será impuesta por una hegemonía lo que significa que las bases de la sexualidad humana se deben imponer socialmente. Desde ya que prevalecerán acuerdos, empero, no será tan claro en otros aspectos como cuando la sexualidad se orienta hacia prácticas que, de manera colectiva, no sean aprobadas. Ello enredará al desarrollo de la sexualidad con concepciones o valores morales tal como se trataba con el concepto de honestidad, y que en la actualidad se proyecta en tipos penales como el de corrupción de menores.

Es que lo normal siempre es problemático, pues no es un término preciso. Lo normal puede significar lo que hace la mayoría, o lo que algunos entienden por sano, moral, regular o natural en oposición a enfermo, inmoral, extraño o antinatural. Es un concepto excesivamente susceptible de variar, pues es subjetivo y versátil. No puede existir una conducta sexual normal sin que exista una anormal, pues lo aceptable necesita de lo inaceptable (levine, 2006:101).

En síntesis, la razón de ser de todas las normas penales englobadas bajo este bien jurídico encuentra en su génesis un claro problema de justificación moral en el sentido antes expuesto.

 

  1. Breves reflexiones finales

Gestar una ley integral que modifique el código penal en materia de delitos sexuales y que permita una regulación sistemática, proporcionada y razonable aprobada por el Congreso Nacional, parece una empresa bastante complicada. Los últimos intentos fallidos de sancionar un nuevo código penal en la Argentina dan prueba de la dificultad a la hora de arribar acuerdos y voluntades para solucionar un problema que se revela cada vez como más insostenible.

Frente a este escenario, puede entenderse que la regulación de la respuesta punitiva frente a la violencia sexual sea más conservadora de lo esperable pues, tal como comencé indicando, es en los delitos sexuales donde se entrecruzan con mayor profundidad posturas morales, éticas, sociales y culturales que impiden un abordaje más preciso, por lo que los consensos suelen ser más complejos.

Sin embargo, esta circunstancia no justifica los altos niveles de irracionalidad que presenta la ley nº25.087 y que intenté poner de manifiesto en los acápites precedentes en función de los postulados de Atienza.

En esa línea argumental es necesario recordar que, como sostiene Marcilla (2019:146), “La legitimidad de la ley se refuerza si el propio legislador, en el desarrollo de su actividad (en el procedimiento legislativo), no pierde de vista que el resultado (la ley) debe ser racional en diferentes niveles, como ha puesto de relieve Manuel Atienza. Así, la ley debe ser un texto claro (R1, racionalidad lingüística), sistemático (R2, racionalidad lógico-formal), apto para ser cumplido por los ciudadanos y poderes públicos (R3, racionalidad pragmática), e idóneo para lograr el propósito político (R4, racionalidad teleológica). Y, por último, y sobre todo, el legislador tiene que tener en mente que los beneficios que una ley produce a costa o lesionando otros principios constitucionales (especialmente lo que protegen derechos), no pueden ser gratuitos, sino imprescindibles o necesarios, y en todo caso proporcionados (R5, racionalidad axiológica)”.

Algunas simples propuestas para elevar los niveles de racionalidad en una futura reforma legislativa sobre la materia podrían ser: mejorar la elección de términos con los que se construyen las conductas prohibidas para permitir una mayor comprensión de los alcances de la prohibición penal, mejorar la técnica legislativa para ofrecer mayor sistematicidad entre las distintas normas evitando las contradicciones que presenta el texto actual, un mayor trabajo interdisciplinario para elaborar las premisas legislativas sobre las cuales se crearan las normas que dan respuestas a tales problemas. Para esto último sería provechoso contar con trabajos en comisión de personas expertas, agrupaciones de víctimas, aportes desde la academia, entre otros.

Esta necesidad se impone de manera imperiosa en este escenario actual en donde la legislación penal suele direccionarse a efectos simbólicos a través de la utilización de tipos penales abiertos de peligro alejándose del principio de lesión. En ese sentido, coincido con Hassemer quien advierte que el legislador solo debería castigar aquellos comportamientos que amenazan un bien jurídico y que este concepto debe ser lo más preciso posible evitando, por ejemplo, en los delitos sexuales cualquier referencia a la moralidad u honestidad sino que, por el contrario, a autodeterminación, salud y protección de la juventud (Hassemer, 1995:23-26).

 

  1. Bibliografía 

Atienza, M. Contribución a una teoría de la legislación, Ed. Civitis, 1997

Gomez, E. Tratado de Derecho Penal T. III. Cia. Arg. de Editores, 1940

Hassemer, W. Derecho penal simbólico y protección de bienes jurídicos, en Varios Autores Pena y Estado, Ed. Jurídica Conosur, 1995

Hassemer, W. Fundamentos del Derecho Penal. Barcelona: Bosch, 1984

levine, J. No apto para menores. Los peligros de proteger a los niños y a los adolescentes contra el sexo. Ed. Océano, 2006.

Marcilla Córdoba, G. La importancia de la proporcionalidad en la legislación: un intento de fundamentación desde una concepción constitucionalista y no positivista del derecho, en La legislación en serio. Estudios sobre derecho y legisprudencia, A. Daniel Oliver-Lalana (ed.), Ed. Tirant lo Balnch, 2019. 

Wintgens, L. J. Legisprudencia como una nueva teoría de la legislación. Doxa 26, 2003.

Citas

 

[1] Abogado (UBA). Máster en Derecho Penal (UTDT). Máster en Razonamiento Probatorio (U. de Girona y U. de Génova). Profesor a cargo de la materia Delitos contra la Integridad Sexual en la Facultad de Derecho de la UBA. Director del curso de posgrado Herramientas jurídico penales frente a la violencia sexual (UNDAV). Profesor titular de Derecho Penal parte especial (IUNMa). Profesor de Derecho Penal y Procesal Penal (UAI). Profesor de Criminología (UP). Funcionario de la Procuración General de la Nación.

[2]Básicamente la discusión se centraba en la tipificación de la fellatio in ore que antes de la ley 25.087 reconocía dos posibilidades: encuadrarla dentro del delito de violación (art. 119 del CP) o en el de abuso deshonesto (art. 127 del CP). A la primera opción se la denominaba “tesis amplia” la cual se fundamentaba en que el coito oral no se diferencia de otra penetración dado que lo jurídicamente relevante es la existencia de una penetración del órgano genital del sujeto activo. Esta doctrina fue aceptada en el fallo “Moyano” del Tribunal Superior de Córdoba (LL, 51-917) y que, posteriormente, fue seguida por varios tribunales del país. La segunda posibilidad de tipificación es llamada “tesis restringida” mediante la cual se argumenta que la fellatio in ore es un supuesto de abuso deshonesto y no de violación en función que la cavidad bucal carece de glándulas y de terminaciones nerviosas erógenas, además de ser una cavidad cuya abertura depende para su regulación del accionar del sujeto pasivo. Esta tesis fue seguida a partir del año ´57 por el Tribunal Superior de Córdoba que abandono la tesis amplia (ver Digesto de La Ley VI-25, sum. 54) y que luego fuera ratificado en el año 89 en el fallo “Albarracín, Julio Oscar”. La Cámara Criminal y Correccional de la Capital Federal ha sostenido este criterio en reiterados precedentes (ver sala 6ª., 5/6/81 (Rep. LL XLI, A-I, 16, sum. 2), sala 1ª., caso “Longo, Eduardo H.”, del 7/10/82, fallo n° 25.989; sala 4ª., “Blanco, Néstor”, fallo 27.523 del 2/8/83, fallo “Tiraboschi, J. E.” en JA 1989-IV-74). La CFCP dictó fallos contradictorios en este sentido, siendo que uno de ellos causó gran conmoción popular. Se trato del caso “Rey, Carlos” (Reg. 1002, rta. 13/11/97) donde la sala IV estimó que la fellatio in ore configuraba el delito de abuso deshonesto (el diario Clarín el 10/12/97 titulo al respecto:“Obligó a una pasajera a hacer sexo oral, pero no va preso” ver http://edant.clarin.com/diario/1997/12/10/e-06001d.htm). Al cabo de un año, la sala III de la CFCP se apartó de la postura de la sala IV y en el precedente “Bronsztein” (ED 180-10543) del 19/11/98 afirmó que la fellatio in ore constituía el delito de violación, lo cual fue bien recibido por la prensa (el diario La Nación título el 26/11/98 “Consideran violación la práctica de sexo oral por la fuerza”, ver http://www.lanacion.com.ar/119305-consideran-violacion-la-practica-del-sexo-oral-por-la-fuerza) Esta discusión con impacto popular motivo la reforma.

[3] El texto de la ley puede consultarte en el siguiente enlace: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/55000-59999/57556/norma.htm

[4] Con posterioridad se introdujeron varias reformas al Título III en especial en relación con los delitos de trata de personas, pornografía infantil, la supresión del avenimiento y la incorporación del delito de grooming.

[5]La pena será de cuatro (4) a diez (10) años de reclusión o prisión cuando el abuso por su duración o circunstancias de su realización, hubiere configurado un sometimiento sexual gravemente ultrajante para la víctima.

[6]Será reprimido con prisión o reclusión de tres a seis años el que realizare algunas de las acciones previstas en el segundo o en el tercer párrafo del artículo 119 con una persona menor de dieciséis años, aprovechándose de su inmadurez sexual, en razón de la mayoría de edad del autor, su relación de preeminencia respecto de la víctima, u otra circunstancia equivalente, siempre que no resultare un delito más severamente penado.

[7]Será penado con prisión de seis (6) meses a cuatro (4) años el que, por medio de comunicaciones electrónicas, telecomunicaciones o cualquier otra tecnología de transmisión de datos, contactare a una persona menor de edad, con el propósito de cometer cualquier delito contra la integridad sexual de la misma.

[8]Será reprimido con prisión de un (1) mes a tres (3) años el que facilitare el acceso a espectáculos pornográficos o suministrare material pornográfico a menores de catorce (14) años.

[9]Será reprimido con multa de mil a quince mil pesos el que ejecutare o hiciese ejecutar por otros actos de exhibiciones obscenas expuestas a ser vistas involuntariamente por terceros. Si los afectados fueren menores de dieciocho años la pena será de prisión de seis meses a cuatro años. Lo mismo valdrá, con independencia de la voluntad del afectado, cuando se tratare de un menor de trece años.

[10] En la Argentina una persona es punible a partir de los 16 años de conformidad con la ley nº 22.278

[11] El art. 125 dispone: el que promoviere o facilitare la corrupción de menores de dieciocho años, aunque mediare el consentimiento de la víctima será reprimido con reclusión o prisión de tres a diez años. La pena será de seis a quince años de reclusión o prisión cuando la víctima fuera menor de trece años. Cualquiera que fuese la edad de la víctima, la pena será de reclusión o prisión de diez a quince años, cuando mediare engaño, violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro medio de intimidación o coerción, como también si el autor fuera ascendiente, cónyuge, hermano, tutor o persona conviviente o encargada de su educación o guarda. (subrayado me pertenece)

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