Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente
RIDCA - Edición Nº5 - Derecho Constitucional y Derechos Humanos
Javier A. Crea. Director
15 de julio de 2024
Sobre el Principio Democrático y la objeción contra-mayoritaria de los Tribunales Constitucionales
Autor. Víctor E. Orozco Solano. Costa Rica
Por Víctor Edo. Orozco Solano[1]
Resumen
El propósito de este artículo es examinar los alcances del principio democrático, así como la denominada objeción contra-mayoritaria del Poder Judicial o de los Tribunales Constitucionales y su aplicación sobre el sistema de justicia constitucional costarricense.
Abstract:
The purpose of this article is to examine the scope of the democratic principle, as well as the so-called counter-majoritarian objection of the Judiciary or the Constitutional Courts and its application to the Costa Rican constitutional justice system.
Palabras clave
El principio democrático, la objeción contra-mayoritaria, el sistema de justicia constitucional costarricense.
Keywords
The democratic principle, the counter-majoritarian objection, the Costa Rican constitutional justice system.
Sumario
I.- Introducción. II.- Sobre la objeción contra-mayoritaria de la Justicia Constitucional. III.- Sobre el principio de presunción de constitucionalidad de las normas emitidas por el Legislador. IV.- Argumentos que rechazan el coste democrático en el control de constitucionalidad. V.- Criterios hermenéuticos para desplegar el control de constitucionalidad, sin afectar el principio democrático. VI.- Conclusiones. VII.- Bibliografía.
I.- Introducción.
En términos generales, el propósito de estas notas es examinar los alcances del principio democrático, así como la denominada objeción contra-mayoritaria del Poder Judicial o de los Tribunales Constitucionales y su aplicación sobre el sistema de justicia constitucional costarricense. En este orden, tradicionalmente se ha entendido que la figura de los Tribunales Constitucionales, Salas y Cortes Supremas, a quienes se les atribuye el control de constitucionalidad y la defensa y la interpretación última de la Constitución, son instituciones de orden contra-mayoritario, en la medida en que anulan disposiciones emitidas por una mayoría legislativa, sin que estos órganos tengan suficiente base democrática para controlar o suprimir del ordenamiento jurídico, la obra del Legislador. Sobre el particular, se ha sostenido que: “Muchas democracias modernas —incluida la colombiana— se enorgullecen merecidamente de sus constituciones, así como de su tradición judicial en defensa de la supremacía constitucional mediante la anulación de aquellas leyes o normas gubernamentales contrarias a los derechos que se encuentran garantizados en estas constituciones. Estas democracias se precian de que, en estos asuntos, comparten un legado de prácticas constitucionales con otras democracias consolidadas en el mundo, como son los casos de Alemania, Canadá y Estados Unidos, y algunos países de Latinoamérica como Brasil. Alrededor del mundo, la definición del concepto de democracia parece estructurarse a partir de la existencia de garantías expresas de protección de los derechos individuales, de la presencia de mecanismos de legislación representativa, del establecimiento de elecciones periódicas y de la garantía del sufragio universal”, Waldron (2018)[2]. Al respecto, para Jeremy Waldron, el control de constitucionalidad en la República de Colombia y, así es el caso de Costa Rica, son ejemplos de un control de constitucionalidad fuerte, en los cuales: “una sentencia en contra de la medida legislativa enjuiciada la hace inoperable (…). En un sistema de control débil, la corte profiere una suerte de declaración de incompatibilidad entre un artículo de la Constitución y la legislación analizada. Esta declaración puede producir efectos políticos muy serios y, en ocasiones, incluso efectos institucionales profundos, pero la disposición legislativa problemática no se vuelve inoperable. La declaración simplemente advierte sobre la inconstitucionalidad de la norma, y permite que el parlamento o los ministros que lo controlan tomen alguna decisión al respecto. El legislativo —elegido y responsable ante el pueblo— conserva su capacidad de operación y mantiene su competencia de modificar la norma positiva, aunque ejerce esta atribución por cuenta de una declaración de incompatibilidad y de una forma relativamente limitada por la decisión de la corte”.
En efecto, según el mismo autor, esta forma débil del control de constitucionalidad se estableció en Estados como el Reino Unido, en el cual: “quienes diseñaron el sistema constitucional no estaban seguros de empoderar y privilegiar una mayoría simple de jueces no elegidos sobre los representantes elegidos del legislativo. Quienes crearon estos regímenes constitucionales estaban preocupados —y creo que con razón— de otorgar la facultad de declarar la inaplicabilidad de leyes inconstitucionales a una mayoría simple de jueces no elegidos (y sin responsabilidad política), más aún cuando estas leyes son aprobadas mediante una serie de procedimientos mayoritarios complejos, y por un legislativo elegido y controlable por medio de elecciones periódicas”. De acuerdo con Waldron, no es posible comprender estas versiones débiles del control de constitucionalidad, sin entender las dudas que existen sobre las formas fuertes del control de constitucionalidad, las cuales, se originan en preocupaciones sobre la legitimidad democrática y el carácter contra-mayoritario que suponen reconocer que los jueces, no elegidos electoralmente e irresponsables, desde el punto de vista político, pueden retirar del ordenamiento jurídico leyes aprobadas por el Parlamento, que si es un órgano representativo.
Sobre el particular, nos parece que las críticas de Waldron a los sistemas de control de constitucionalidad fuerte soslayan el hecho que la legitimidad política de los Tribunales Constitucionales, Salas o Cortes Suprema de cada país, es dada, justamente, por la Constitución, como Norma Política Fundamental de cada pueblo, que le atribuye dichas competencias y potestades a estos órganos, siendo que las Constituciones constituyen, precisamente, la máxima representación o expresión de la voluntad general de un pueblo, obra del Poder Constituyente Originario o bien, Derivado, como es el caso costarricense, donde una super-mayoría parlamentaria le otorgó sus competencias y potestades a la Sala Constitucional, en el año 1989, lo que supuso un punto de inflexión en el ordenamiento jurídico tico, y motivó todo un proceso de constitucionalización de los derechos humanos y del poder político, en términos generales.
No obstante lo anterior, el mismo Waldron advierte que la discusión relativa a la legitimidad democrática de los tribunales constitucionales, ha acompañado en los Estados Unidos la práctica del control de constitucionalidad desde su misma creación, razón por la cual, dichos tribunales no deben soslayar el principio de auto-contención, o “self restraint”, a la hora de emitir sus fallos; así como, la necesidad que las sentencias de esos órganos sean redactadas, sobre todo las que versan sobre derechos humanos, en un lenguaje sencillo y accesible para una persona no versada en las ciencias jurídicas. El mismo Waldron reconoce que el control de constitucionalidad fuerte, y la judicialización de la política, contribuyen e inyectan una dosis de humanidad y generan la estabilidad del sistema político, así como, la protección de las minorías, todo lo cual favorece la judicial review, en los términos en que se ejecuta y realiza en el sistema norteamericano, por encima de las preocupaciones relativas a la legitimidad democrática de los órganos de la justicia constitucional. Lo mismo acontece en los sistemas de justicia constitucional que pertenecen al modelo europeo de control de constitucionalidad, cuyos máximos exponentes son el Tribunal Constitucional Federal Alemán, la Corte de Constitucionalidad Italiana, el Consejo Constitucional Francés y el Tribunal Constitucional Español, por mencionar algunos ejemplos.
Por lo anterior, es preciso analizar, en esta ocasión, los alcances del principio democrático y la objeción contra-mayoritaria del Poder Judicial, lo que se hará a continuación.
II.- Sobre la objeción contra-mayoritaria de la Justicia Constitucional.
En términos generales, quienes defienden el carácter contra-mayoritario de la justicia constitucional, lo hacen teniendo en consideración los alcances del principio democrático y, en particular, la especial dignidad democrática de las leyes, que son aprobadas por el Legislador, y gozan de un componente de democracia representativa. Es distinto, sin embargo, caso de las Salas, Cortes y Tribunales Constitucionales latinoamericanos, o europeos, salvo el supuesto Boliviano, donde sus magistrados no son elegidos popularmente. Al respecto, Víctor Ferreres (2007) sostiene que son tres circunstancias que dan lugar a la dificultad contra-mayoritaria, la primera, la menor legitimidad democrática de origen del juez constitucional, en la medida en que la ley que debe enjuiciar proviene de un órgano elegido democráticamente por el electorado, por sufragio universal, en segundo, la rigidez de la Constitución, de ahí que el Legislador no pueda neutralizar fácilmente, a través de una reforma constitucional, una decisión controvertida del Tribunal Constitucional. Lo anterior, habida cuenta que el proceso de reforma de la Constitución es más gravoso que le previsto para la emisión de una ley; finalmente, la controvertibilidad interpretativa de la Constitución, dada la dificultad de perfilar el alcance y los límites de los derechos y valores fundamentales proclamados por la Constitución, donde abundan los conceptos esencialmente controvertidos y de colisiones entre las diversas disposiciones.
Según el mismo autor, estas circunstancias, que favorecen la ausencia de legitimidad democrática de los Tribunal Constitucionales, Salas y Cortes Supremas, pueden ser vistas en una cuestión de grados, con mayor o menor intensidad. Así, hay que observar que la legitimidad democrática de origen del juez constitucional, si bien es menor que la del Parlamento, puede ser más o menos intensa: “si el juez constitucional es designado por los órganos representativos, por ejemplo, entonces tiene mayor legitimidad democrática de origen que si fuera designado de otro modo, sin intervención de esos órganos. Y si el juez constitucional ocupa su cargo durante un mandato temporalmente limitado, en lugar de hacerlo con carácter vitalicio, entonces la objeción democrática es de menor intensidad. Esto puede explicar que en los Estados Unidos, donde los jueces federales son nombrados con carácter vitalicio, el problema de la legitimidad democrática de la judicial review haya adquirido mayor peso que en aquellos países con Tribunales Constitucionales cuyos miembros solo tienen un mandato limitado en el tiempo”, Ferreres (2007).
Es, por lo anterior, que, en el contexto costarricense, desde el punto de vista de la legitimidad democrática de los jueces constitucionales, se ven con reserva aquellas iniciativas tendentes a despojar del Legislador el sistema de nombramiento de los jueces de la Corte Suprema de Justicia y de la Sala Constitucional. Lo anterior por cuanto, con el traslado del nombramiento de estos jueces hacia otros órganos, como un Consejo de la Judicatura[3], la Asamblea de la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica o bien, en el seno del Colegio de Abogados, se sacrifica o disminuye el carácter atenuado de la ausencia de legitimidad democrática del juez constitucional. El remedio termina siendo peor que la situación inicial, pues en el fondo lo que se produciría es politizar, desde el punto de vista partidario, a estos órganos, pese a que no han sido designados por el pueblo en sufragio universal, y teniendo en consideración que es el Parlamento quien tienen la máxima representación popular con ese fin. En su lugar, en aras de defender la independencia del juez de casación y los jueces constitucionales, se podrían probar otras fórmulas con la limitación del mandado del juez constitucional, así como elevar la edad para ser nombrado Magistrado. Creemos que el juez constitucional debe llegar a ese cargo en la cúspide de su carrera judicial y no ocuparlo en una edad muy temprana donde puede el Magistrado ceder ante las presiones del poder político, ante la existencia de un futuro incierto una vez que cumpla el período de su elección.
Ahora bien, en lo que toca al principio de rigidez constitucional, Ferreres (2007) advierte que: “cuanto más rígida sea una constitución, más problemático será dar al juez constitucional la última palabra acerca de qué dice esa Constitución, permitiéndole declarar inválida una ley sino se ajusta a lo que él considera es la interpretación correcta del Texto Constitucional. Cuanto más flexible sea la Constitución, en cambio, menos problemático es darle al juez la última palabra en materia interpretativa. En el caso extremo en que la Constitución es tan flexible que se puede reformar a través del mismo procedimiento por el que se aprueban las leyes (con la única carga de indicar expresamente cuál es el precepto de la Constitución que se desea modificar), la objeción democrática en contra de la institución del control judicial de las leyes se evapora”.
Finalmente, en lo que toca a la controversia en la interpretación constitucional, el profesor Ferreres (2007) también advierte una cuestión de grados, de tal forma que, entre más pacífica, clara y evidente sea la interpretación de la Constitución, menor será la objeción relativa al déficit democrático del juez constitucional y viceversa.
Tales son, pues, las circunstancias en las cuales tiene cabida los argumentos relativos a la falta de legitimación democrática de los jueces constitucionales, a la hora de efectuar la función relativa al control de constitucionalidad. Lo anterior supone, como lo advertimos supra, la necesidad que el Juez Constitucional realice su función con extrema cautela, en aplicación del principio de autocontención, teniendo en consideración la especial dignidad de la ley democrática, así como su presunción de constitucionalidad, lo que examinaremos a continuación.
III.- Sobre el principio de presunción de constitucionalidad de las normas emitidas por el Legislador.
En términos generales, el principio de presunción de constitucionalidad de las normas emitidas por el legislador se sustenta, justamente, en el carácter democrático o en la base democrática que acompaña la configuración del Parlamento o el Legislador en una sociedad que se considere decente. Al respecto, Víctor Ferreres (2007) afirma que; “Se dice a menudo que esta doctrina responde al principio general conservación de los actos jurídicos: es deseable evitar el vacío que supone la expulsión de la ley del ordenamiento, por lo que es preferible interpretar el texto legal de modo que se evite ese efecto. Pero si este principio de conservación de los actos rige con una fuerza especial en el caso de la ley, ello se debe a que se considera que esta tiene una especial dignidad, dados los procesos democráticos que desembocaron en su aprobación. Una estimación adecuada al valor de la democracia, en efecto, debe llevar al juez constitucional a actuar con especial cuidado a la hora de decidir si una ley debe declararse inconstitucional. Debe partirse de una actitud de confianza hacia el legislador democrático: debe presumir que éste actuó por los valores constitucionales. En caso de que la ley admita diversas interpretaciones el juez debe escoger aquella que es acorde con la Constitución, pues hay que presumir que el legislador quiso respetar los límites constitucionales. Sólo cuando no hay duda acerca de cuál es la norma que el legislador quiso expresar en el texto legal (y esa norma es incompatible con la Constitución), puede el juez constitucional emitir una sentencia que declare su invalidez”.
De lo anterior se deduce lo siguiente; solamente en casos muy calificados, donde no hay duda sobre la inconstitucionalidad o la inconvencionalidad de la norma cuya aplicación se discute en un proceso de conocimiento, debe el juez ordinario formular la consulta ante el Tribunal Constitucional, o bien, declarar su expulsión del ordenamiento jurídico si el asunto se ventila ante este último. Además, es preciso advertir que no es lícito que el Juez ordinario, o el Juez Constitucional, mediante el ejercicio de la interpretación conforme a la Constitución, o al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, modifique el sentido de la ley más allá de su connotación singularmente considerada, pues en ese caso invade competencias legislativas y se pone de manifiesto un costo democrático en el proceder del Tribunal Constitucional. También es evidente que la doctrina de la interpretación conforme a la Constitución se basa o se sustenta en la especial dignidad democrática de la ley, razón por la cual quien reclama su inconstitucionalidad o, inconvencionalidad, debe plantear los argumentos necesarios y suficientes para poner de manifiesto una clara infracción de los valores y los principios que componen el parámetro supra mencionado.
De lo contrario, si no hay evidencia suficiente para declarar inconstitucional o inconvencional la norma en cuestión, el juez ordinario o el juez constitucional puede salvar la norma, con el fin de evitar una laguna innecesaria en el ordenamiento jurídico, por medio del instituto de la interpretación conforme, en apego al principio de auto-contención, evitándose en ese proceder modificar el sentido de la ley, como el de la Constitución, habida cuenta que, dichas normas constitucionales, por lo general, tratándose de la carta de los derechos, están redactadas en términos tambos vagos y ambiguos que, en ocasiones, pueden admitir una lectura conservadora, como liberal o progresista. De ahí la importancia de analizar el perfil ideológico de quienes integran las Salas, Cortes y Tribunales Constitucionales. En este sentido, quien escribe estas líneas recomienda el nombramiento de personas maduras y con la solidez académica y profesional para desempeñar tan importante cargo.
Ahora bien, es preciso aclarar que el principio presunción de constitucionalidad de las normas con rango de ley significa que, en caso de duda, el juez debe decidir a favor de la constitucionalidad de la ley. “Dicho de otra manera, el juez sólo puede decidir a favor de la inconstitucionalidad de la ley si ésta no resulta dudosa, Para entender destruida la presunción de constitucionalidad de la ley se exige la aportación de elementos de juicio (argumentos) de suficiente peso que puedan justificar la creencia correcta del texto legal impugnado y la interpretación correcta del texto constitucional. La duda interpretativa del juez puede referirse tanto al texto legal como al texto constitucional. Aquí nos interesa especialmente el segundo tipo de duda interpretativa. Si, ante la base de los argumentos que dispone el juez, éste tiene dudas acerca de cuál es la interpretación correcta del texto constitucional, y entre las interpretaciones razonables de ese texto existe al menos una bajo la cual la ley impugnada es válida, entonces no puede el juez entender que se ha probado la inconstitucionalidad de la ley” Ferreres (2007). De todo lo anterior se deduce que la especial dignidad democrática de la ley, en cuanto ésta ha sido emitida por un órgano de base estrictamente democrática, como es el Legislador, le concede a esta disposición una presunción de constitucionalidad, que sólo puede ser destruida ante la generación de argumentos que evidencian, en forma clara y manifiesta, su inconstitucionalidad. De lo contrario el juez constitucional y el juez ordinario tienen la obligación de aplicar la ley en consonancia con el Texto Fundamental, en el caso concreto en que se discute su aplicación. Lo anterior también supone, como lo hemos advertido anteriormente, la existencia de un coste democrático o una dificultad contra-mayoritaria en la revisión judicial de la legislación o, en el control de constitucionalidad. En todo caso, si bien en razón de la especial dignidad democrática de la ley, el juez constitucional solo puede destruir esa presunción de constitucionalidad frente a razones certeras e incuestionables, acerca de la inconstitucionalidad de la ley, no debemos soslayar que el sentido que la interpretación conforme a la Constitución, como técnica propia del Juez Constitucional, a la hora de interpretar y aplicar la ley, debe ser con efectos provisionales, en aras que sea, justamente, el Legislador quien finalmente ajuste la norma impugnada al Texto Fundamental.
Dicha circunstancia, sin embargo, no es tan uniforme en la doctrina y, ciertamente, se han esbozado varios argumentos en aras de negar el mencionado coste democrático. Uno de ellos es, como se dijo atrás, el hecho que la Constitución también posee una base democrática y de máxima expresión de la voluntad popular. Por lo cual, es la misma Constitución la que define, desarrolla y le atribuye al Tribunal Constitucional, todas sus funciones, mientras que el Legislador, como poder del Estado es uno constituido, sometido al principio de supremacía de la Constitución, cuya salvaguardia le corresponde, justamente, al Tribunal Constitucional, Sala o Corte Suprema, según el caso. Tales argumentos serán desarrollados a continuación.
IV.- Argumentos que rechazan el coste democrático en el control de constitucionalidad.
De acuerdo con el profesor catalán Víctor Ferreres (2011), aunque se considere legítimo el control de constitucionalidad, no es posible negar que existe un coste democrático en su funcionamiento en la medida en que se enfrenta a controlar una ley emitida por el Legislador de orden democrático. La democracia, según este autor, “está conceptualmente ligada a la existencia de un procedimiento que otorga a los ciudadanos unas mismas oportunidades para participar con su voz y voto en la discusión y aprobación de decisiones colectivas. En las circunstancias de la modernidad, la democracia se tiene que organizar en torno al sistema representativo, dadas las ventajas que supone la división del trabajo”.
En este orden de ideas, según el mismo autor, existen ciertas decisiones que por su gran importancia necesitan una súper mayoría parlamentaria para su adopción, como lo son la adhesión a los procesos de integración, la implementación de un estado de excepción, entre otras, pero en la mayoría de los casos la regla de la mayoría simple o la absoluta es suficiente para emitir normas con rango de ley. En su libro, una defensa del modelo de control de Constitucionalidad, dicho autor expone algunos argumentos que se han esbozado para negar el coste democrático en el control judicial de la legislación del siguiente modo:
En primer lugar, se ha esbozado que los derechos fundamentales son como ingredientes de la democracia. Se trata, en este escenario, de una noción sustantiva de la democracia. En este escenario: “el ideal democrático (…) no nos ofrece ninguna razón para criticar la institución del control de constitucionalidad de la ley, pues cuando los jueces anulan leyes que son lesivas de derechos fundamentales están en realidad preservando la democracia Ferrajoli (2002)”. En esta línea, ya vimos, según Dworkin (2019), que existe una distinción entre la democracia mayoritaria y la democracia sustancial, en la cual, sólo en la última se satisfacen realmente los valores democráticos, justamente, al defender el goce y disfrute de los derechos que la Constitución proclama. Al respecto, Manuel Aragón (2019) sostiene que: “La democracia, como forma de organización y ejercicio del poder en una comunidad política, solo ha podido verse garantizada cuando se ha formalizado a través de la constitución, única norma que asegura la soberanía del pueblo e impide, por ello, que el poder del Estado vulnere los derechos de libertad e igualdad de los ciudadanos cotitulares de esa soberanía. De ahí que no haya más constitución auténtica que la constitución democrática ni más democracia auténtica que la democracia garantizada por la constitución. En realidad, ello no significa otra cosa que lo que hace ya casi dos siglos y medio estableció la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano, que, después de proclamar que no hay más soberanía que la de la nación, estableció, en su art. 16, que todo país en el que no estén divididos los poderes ni garantizados los derechos de los ciudadanos carece de constitución. Aparecía así el Estado constitucional como nueva forma política histórica, basada en la existencia de una norma suprema, la constitución, emanada del poder constituyente soberano, cuyo objeto era la limitación funcional (división de poderes), temporal (elecciones periódicas) y material (garantía de los derechos fundamentales) del poder del Estado para asegurar la propia soberanía del pueblo, pues solo un pueblo libre puede ser soberano y solo un pueblo es libre si los ciudadanos que lo componen tienen asegurada su libertad”. Pues bien, tras una serie de argumentos muy respetados del profesor Ferreres, éste insiste en la existencia del coste democrático, aun cuando se reconozca la labor de los Tribunales Constitucionales en el sentido de respetar y hacer valer los derechos y los valores que la Constitución proclama o desarrolla.
La otra argumentación tendente a negar el coste democrático de los tribunales constitucionales, consiste, precisamente, en sostener que las leyes ostentan menores credenciales democráticas que la Constitución, Ferreres (2011). Mientras el parlamento es un poder constituido, la Constitución supone la mayor expresión de la voluntad popular. Según el mencionado autor catalán: “Esta afirmación supone rechazar una concepción que fue dominante en Francia durante el siglo XIX y buena parte del XX, de acuerdo con la cual las leyes constituían la expresión ilimitada de la voluntad general. Se entiende ahora que la Constitución incorpora una voluntad más profunda del pueblo, una voluntad que las leyes ordinarias deben acatar. Al respecto, bien se puede objetar que no necesariamente el proceso que condujo a la formación de la nueva Constitución haya sido de corte democrático, con un verdadero respaldo del pueblo, del cual desprenda su legitimidad. No obstante, lo anterior, nos parece que si la Constitución, en un pueblo determinado goza de fuerza normativa y rige el principio de separación de poderes o de división de funciones, así como una estricta garantía de los derechos humanos, de repente no sea tan importante examinar si se cumplieron determinados estándares democráticos al momento de emitir la Norma Fundamental. Es claro que, con independencia del origen de esa Constitución, nos encontramos frente a una democracia constitucional y un Texto Fundamental de vocación normativa. Sobre el particular, Manuel Aragón (2019) sostiene que: “la democracia constitucional no significa otra cosa que el establecimiento de reglas de derecho que limitan el poder constituido, y ello, en una democracia, significa limitar el poder de la propia mayoría. Por eso, la capacidad de un órgano del Estado democrático, necesariamente judicial (como debe ser cualquier órgano que resuelva de manera definitiva las controversias en derecho), de anular las decisiones adoptadas por la propia mayoría democrática no es una paradoja real, sino únicamente aparente, pues el Estado constitucional democrático no deja de serlo, democrático, por el hecho de que la mayoría no pueda ser soberana. Al contrario, esa es la condición de la democracia constitucional, en la que solo el pueblo (y no sus representantes) ostenta la soberanía. De ahí que el Estado constitucional democrático se base en una distinción sin la cual tal forma de Estado carecería de sentido: la diferencia entre el poder constituyente y el poder constituido”. Al respecto, agrega el profesor español que en ambos planos se proyecta el principio democrático, aunque no de igual manera: “En el plano constituyente (democracia «de» la constitución), la democracia no puede sustentarse en la regla de la simple mayoría, sino en la regla del consenso, esto es, de exigencia de unas mayorías muy cualificadas; cosa obvia, puesto que la constitución garantiza derechos y estructuras que no pueden estar a la disposición del poder constituido, es decir, de las mayorías cambiantes que en cada momento se sucedan como consecuencia de los procesos electorales. Si así no fuera, la constitución desaparecería, dado que dejaría de ser una norma supralegal, y, entonces, como se expresó en frase afortunada y bien conocida, sería «una página en blanco que el legislador puede escribir a su capricho», lo que significaría, simplemente, que no habría constitución. Una constitución es democrática porque emana democráticamente. Pero una constitución garantiza la democracia porque la preserva frente a la propia mayoría, en cuanto que establece unas prescripciones que la simple mayoría no puede cambiar. Unas prescripciones fundamentales (en su doble significado de superiores y de más importantes) que solo pueden ser acordadas por la democracia de consenso. Consenso que será obligatorio, en coherencia, para la reforma de la misma constitución. Esa es la base democrática de la rigidez constitucional. Distinta es la proyección del principio democrático en el poder constituido, que opera a través de la regla de la mayoría y no del consenso, salvedad hecha de que algunas medidas que la propia constitución prevé deban adoptarse por mayorías superiores a la simple, así la emanación de determinadas leyes, pero siempre por una mayoría cualificada inferior a la que puede disponer de la constitución, pues de lo contrario se confundirían poder constituyente y poder constituido. Ese, el que se proyecta en el poder constituido, es el plano de la democracia «en» la constitución, esto es, el de la democracia que la constitución establece para la adopción de las decisiones ordinarias del Estado. Y esta segunda forma de proyección de la democracia no puede sobreponerse sobre aquella primera, de manera que la democracia «en» la constitución ha de atenerse a la democracia «de» la constitución. Para que ello sea así está precisamente la justicia constitucional, que tiene como función garantizar que el poder constituido no vulnera lo decidido por el poder constituyente”. En tal sentido no solo resulta incorrecto, según el profesor español supra referido, entender que hay una oposición entre democracia y justicia constitucional, sino que debe afirmarse que es la justicia constitucional la que hace posible la propia democracia, esto es, la que garantiza que la democracia de consenso, que produjo la constitución y ha de regir sus reformas, no sea suplantada por la democracia de la mayoría, propia de las actuaciones del poder constituido: “En consecuencia, la democracia constitucional, en la que la democracia «en» la constitución está subordinada a la democracia «de» la constitución, exige que haya justicia constitucional. Justicia de jueces y no de políticos (lo que sería un contrasentido), pues es función «natural» de la jurisdicción resolver los conflictos entre normas (entre la constitución y las que componen el resto del ordenamiento). Si así no fuera tendría todo el sentido la conocida frase de Rousseau, ya citada más atrás, de que «los ingleses se creen libres, pero solo lo son el momento de votar». En la democracia constitucional la libertad de los ciudadanos está garantizada en todo tiempo porque la constitución limita el poder de la propia mayoría, es decir, porque el Parlamento no es soberano, que solo lo es el pueblo, que mediante la democracia de consenso estableció unas reglas que garantizan los derechos y limitan el poder y por ello no están a la plena disposición de los poderes constituidos, existiendo una instancia objetiva, de aplicación de la constitución, que tiene encomendada la custodia fiel de esas reglas. A partir de este entendimiento, que considero correcto, la llamada «objeción democrática» a la justicia constitucional carece de legitimidad teórica. No es que no haya oposición entre justicia constitucional y democracia, es que la una requiere necesariamente de la otra. Ahora bien, precisamente porque la justicia constitucional no puede dejar de estar sometida a la propia constitución, es por lo que su función de custodia de ella ha de ser «fiel», esto es, limitarse a fundar en razones jurídicas sus decisiones de preservación de la constitución frente a los actos del poder constituido. Por ello, el problema de la relación entre democracia y justicia constitucional no puede residenciarse en la existencia misma de esa justicia, existencia que es necesaria, sino en el modo de actuación de la jurisdicción constitucional, en su modo de aplicación «fiel» de la constitución. De donde se desprende que el problema de la relación entre democracia y justicia constitucional, que es un problema cierto, donde se sitúa, exactamente, es en la interpretación constitucional, de manera que, para evitar la contradicción entre los dos términos de esa relación, aquella interpretación habrá de producirse de modo jurídicamente razonable, y por ello objetivable, y no a través de decisiones fundadas en un mero ejercicio de voluntad política de la que, por principio, la justicia constitucional carece, pues su única legitimidad reside en el derecho y no en la política, y por ello en el razonamiento jurídico que sirve de base a sus decisiones” Aragón (2019). Al respecto, Víctor Ferreres (2011) refuta los argumentos del profesor Aragón e indica que: “La cuestión, entonces, es si podemos marginar el valor democrático que supone el juicio de la mayoría al interpretar la constitución. No parece plausible hacer tal cosa. Cuando un tribunal descalifica el juicio de esa mayoría, afecta la democracia. El hecho de que la Constitución objeto de garantía esté más intensamente vinculada al pueblo que una ley ordinaria no altera esa conclusión. Pues quien está interpretando la Norma suprema es un tribunal, un órgano menos próximo a la voluntad popular que el parlamento. Si se atribuyera a un monarca la potestad de fiscalizar, a la luz de la Constitución, las leyes elaboradas por una asamblea elegida por el pueblo, no sería suficiente con invocar el origine popular de esa Constitución para desmontar la objeción de quienes estuvieran en contra de que el monarca tuviera esa potestad”. Sobre el particular, ya hemos comentado nuestra preferencia por los argumentos sostenidos por don Manuel Aragón que por Víctor Ferreres, o Gargarella, dado el carácter supremo y de máxima expresión de la voluntad general de la Constitución, en tanto que el Poder Legislativo, aunque ciertamente reviste una configuración democrática, ésta es de menor grado que la prevista o contenida en el Texto Fundamental, quien atribuye a un Tribunal especializado o, en términos generales, a todo el Poder Judicial, como lo es el caso norteamericano, el control judicial de la legislación. Es enorme, en nuestras democracias, el poder de los Tribunales Constitucionales, de ahí la necesidad, como lo hemos advertido supra, de proceder según el principio de autocontención y el dictado de sentencias sencillas, máxime tratándose de los procesos de garantías de los derechos fundamentales, en donde, en muchas ocasiones, es el ciudadano de pie, no formado en las ciencias jurídicas, quien activa los procesos de control de constitucionalidad.
Un tercer argumento, que se ha esbozado para negar el coste democrático y la objeción contra mayoritaria del Poder Judicial y de los órganos de la Justicia Constitucional lo supone las virtudes democráticas del proceso Judicial. Al respecto, nos informa Víctor Ferreres (2011) que: “Lawrense Sager, por ejemplo, acepta que la democracia significa que los ciudadanos puedan participar como iguales en el proceso de deliberación pública acerca de los derechos. Pero considera que la democracia presenta dos facetas o modalidades. La primera de ellas es la electoral: los ciudadanos participan como iguales en la medida en que pueden votar con igualdad a sus representantes políticos. La otra modalidad de participación es la deliberativa; consiste en que los intereses y los derechos de cada persona son tenidos en cuenta con rigor por quienes ejercen la autoridad”. Y más aún: “Sager sostiene que las asambleas legislativas son el primer foro para articular la modalidad electoral de participación democrática, mientras que los tribunales de justicia constituyen el mejor foro para la modalidad deliberativa”. Desde esta óptica, según el profesor catalán, sería cuestionables desde el punto de vista democrático, sistemas de justicia constitucional, como el francés, antes de la reforma del 2008, que introdujo la cuestión prioritaria de inconstitucionalidad, toda vez que el individuo no ostentaba la posibilidad de acudir, directamente, ante los tribunales de justicia a reclamar la inconstitucionalidad de una disposición, ante la prevalencia, en ese entonces, de un control previo de justicia constitucional. En una clara exposición, el profesor Ferreres argumenta en el sentido que Sager le atribuye una dimensión a la democracia deliberativa que, pese a su importancia, no logra reducir o mitigar el coste democrático en la judicial review.
Para nosotros, sin embargo, las observaciones que hizo el profesor Aragón son suficientes para negar el reproche de Ferreres y Gargarella al control de constitucionalidad, desde el punto de vista democrático. Lo anterior, no nos debe conducir, sin embargo, a soslayar la importancia de los argumentos que los profesores catalán y argentino han desarrollado, sino más bien, se deben tener en consideración, así como, las sugerencias que ellos aportan en aras de disminuir el coste que ellos vislumbran en el funcionamiento jurídico y político de las Salas, Cortes y Tribunales Constitucionales. Lo anterior, en aras de lograr un sistema de justicia constitucional más adecuado y que responda, con eficiencia, eficacia, imparcialidad e independencia, a las decisiones y a las quejas o pretensiones de los ciudadanos, quienes son, en última instancia, los verdaderos actores de la justicia constitucional y, frente a los cuales, los órganos de control de constitucionalidad deben hacer valer los parámetros que, como vimos, se desprenden del mencionado bloque de regularidad constitucional y convencional.
En esta línea argumentativa y metodológica, a continuación, examinaremos los argumentos que se han esbozado, en aras de paliar o disminuir el coste democrático que, según algunos, se manifiesta en el proceder de los tribunales ordinarios o constitucionales. Lo anterior, dejándose claro que nuestra posición va en el sentido de negar, como se dijo supra, esa objeción contra mayoritaria, dada la superioridad normativa y democrática de la Constitución, la cual, como lo advertimos, se encuentra un paso más alto que el valor democrático que le corresponde al Parlamento. Asimismo, se debe tener en cuenta, en relación con la Constitución, su carácter sustancial y de respeto no sólo de la separación de poderes o división de funciones, en el territorio de un Estado, sino, también, la garantía de los derechos humanos o primordiales que se desprenden del Texto Fundamental y, como en el caso costarricense, de los instrumentos internacionales sobre Derechos Humanos.
V.- Criterios hermenéuticos para desplegar el control de constitucionalidad, sin afectar el principio democrático.
Pues bien, una vez repasados los argumentos que se han elaborado para rechazar el coste democrático en la Justicia Constitucional y reconociéndose que, ciertamente, existe una preferencia por parte de quien escribe estas líneas por alguno de ellos, a continuación, examinaré los argumentos que se han esbozado, siguiendo al profesor Víctor Ferreres (2011), para paliar o disminuir el coste democrático por parte de quienes lo sostienen o defiende. Tales argumentos son:
– La escogencia política de los jueces constitucionales. Al respecto, Víctor Ferreres (2011) sostiene que una forma de disminuir el déficit democrático de la justicia constitucional es que el Juez Constitucional sea nombrado por órganos políticos, mientras que se utilice un procedimiento más burocrático para designar a los jueces de casación. Sobre el particular, el mencionado autor afirma que: “El establecimiento de un tribunal constitucional separado del poder judicial ordinario ayuda, obviamente, a satisfacer las dos necesidades: resulta entonces posible tener un procedimiento más democrático para nombrar a los jueces constitucionales, mientras se mantiene el sistema más profesional o burocrático para seleccionar el resto de los jueces. Este contraste es bastante típico en Europa”. Lo anterior, sin embargo, no se produce en el sistema norteamericano: “ya que el Tribunal Supremo ejerce al mismo tiempo como tribunal constitucional y como máximo intérprete de las leyes federales ordinarias. Según Posner, cuanto más domina el Derecho Constitucional la agenda de asuntos del Tribunal, en mayor medida los nombramientos se centran en la posición que el candidato probablemente tiene en relación con temas constitucionales, en lugar de examinar su competencia en Derecho Mercantil o en otras ramas del Derecho legislado”.
En Costa Rica el parlamento elige a todos los miembros de la Corte Suprema de Justicia con mayoría calificada de sus miembros (38 votos), los cuales, se distribuyen en cuatro salas para ejercer sus competencias jurisdiccionales. En estos términos, encontramos una Sala Primera, que conoce materia civil, comercial, agraria y contenciosa administrativa; la Sala Segunda, donde se ventila la materia de familia y laboral; la Sala de Casación Penal y la Sala Constitucional. En este orden, en los últimos años se ha criticado el carácter eminentemente político del nombramiento de estos jueces, y se ha buscado que sean otros órganos quienes asuman dichas potestades y que no sea el Parlamento. Nosotros, al contrario, preferimos que los jueces de casación sean nombrados por órganos burocráticos o administrativos, mientras que los jueces constitucionales sigan siendo nombrados por el Parlamento, en aras de evitar o paliar las dificultades relativas al coste democrático de los jueces constitucionales. Es claro que la independencia de los jueces constitucionales no se logra, exclusivamente, en razón de la forma en que se realice su nombramiento y son relevantes otras garantías como la duración del mandato, la posibilidad o no de reelección en el cargo, así como la edad que debe reunir el Magistrado o Juez Constitucional para su designación.
– La limitación temporal del mandato de los jueces constitucionales. Al respecto, Víctor Ferreres (2011) nos expone que, en países como Francia, Alemania, Italia, Portugal y España, por ejemplo, “la estructura dualista del modelo europeo posibilita que los magistrados del tribunal constitucional sean tratados de manera distinta que los jueces ordinarios en lo que atañe a la duración del cargo. En concreto, resulta posible establecer un mandato limitado para los primeros, mientras que para los segundos el cargo es de carácter vitalicio (o hasta la edad de jubilación)”. Sobre el particular, se ha sostenido que la idea que subyace en este arreglo institucional es lograr la cercanía entre la jurisprudencia constitucional y las creencias morales de los ciudadanos, mediante la constante renovación de la integración del Tribunal Constitucional. Lo anterior por cuanto, la forma de corregir una interpretación desafortunada del juez constitucional sería mediante el mecanismo agravado de una reforma constitucional, lo que evidencia una seria dificultad. En lo que atañe a la reelección de los miembros del Tribunal Constitucional, es posible mencionar que, a diferencia del caso costarricense, donde sí es posible la reelección de un juez constitucional sin límite alguno, cada ocho años, siempre que una mayoría calificada del Parlamento no disponga lo contrario, en países como Alemania, Italia, Portugal y España no es posible la reelección de los miembros del Tribunal Constitucional.
En Costa Rica, la posible no reelección de un Magistrado del Tribunal Constitucional, mejor dicho, Sala Constitucional, por parte del Parlamento, al cumplir los 8 años de su mandato, por una mayoría calificada, supone una gran debilidad del sistema de justicia constitucional, teniéndose en cuenta la posible tentación del juez constitucional de resolver los casos sin desatar la furia de los miembros del Parlamento, donde finalmente se discutirá su posible no reelección, y se analizarán los fallos y las posiciones ideológicas del juez constitucional, todo lo cual produce una severa afectación de la independencia que deben ostentar estos jueces.
Lo ideal sería, en ese escenario, que los jueces constitucionales sean nombrados años antes de su retiro para que puedan ser verdaderamente independientes. De esta forma se logra que el Juez Constitucional pueda desvincularse, plenamente, de los compromisos políticos que lo llevaron a esa silla, y pueda realizar su labor de intérprete último de las disposiciones constitucionales de acuerdo con su cosmovisión y su ideología, ya sea conservadora o progresista. Lo anterior por cuanto, si no se les reconoce lo anterior, en ocasiones podría generarse una afectación de la independencia de estos jueces, ante la incertidumbre de lo que harán una vez que dejen su cargo como juez. Al respecto se ha sostenido: “Pueden simplemente jubilarse tras su paso por el Tribunal, pero también pueden desear lograr un trabajo altamente remunerado en el sector privado, o presentarse como candidatos a un cargo político, o aspirar a otro nombramiento político, como fiscal general o embajador en Italia. En efecto, no es raro en la práctica que antiguos Magistrados del Tribunal Constitucional sean llamados más tarde por las autoridades públicas para ocupar interesantes puestos. Como sugiere Alessandro Pizzorusso, al comentar la situación italiana, es discutible que la no -reelegibilidad sea suficiente para asegurar la independencia de los jueces. Si consideramos que alguno de ellos, al finalizar su mandato, han sido nombrados o elegidos para importantes cargos políticos, algunas dudas en esta materia parecen justificadas”, Ferreres (2011). A lo anterior, es posible agregar que nos parece que sea una supermayoría-parlamentaria, es decir, una mayoría calificada la que escoja a los miembros del Tribunal Constitucional, pues así se logra que las personas escogidas no se sitúen en los extremos del espectro ideológico, sino que tiendan al centro.
– Respondiendo al Tribunal: las reformas constitucionales. Al respecto se ha sostenido que, frente a una decisión controversial del juez constitucional, existe un menor coste democrático si es posible para el legislador implementar una reforma constitucional, como respuesta a esa decisión del Tribunal. También se valora en este punto la posibilidad meramente procedimental o no de los jueces constitucionales de intervenir en el proceso de reforma. Un ejemplo son las cláusulas de intangibilidad que en razón del artículo 79.3 de la Constitución Alemana, el Tribunal Constitucional puede revisar con mayor profundidad los procesos de reforma de la Constitución y declarar ciertas materias como intocables por el poder de revisión del Texto Fundamental. No obstante, lo anterior, lo cierto es que en el sistema alemán el Tribunal Constitucional ha ejercido sus competencias con suma prudencia, en atención del principio de auto-contención, Ferreres (2011).
VI.- Conclusiones.
En estas páginas se ha desarrollado los alcances del principio democrático sobre la justicia constitucional y, en particular, la objeción contra-mayoritaria del Poder Judicial. En este orden de ideas, hemos visto que se critica que sean jueces los llamados a declarar la inconstitucionalidad o, inconvencionalidad, de una norma con rango de ley, la cual, ha sido promulgada por el Legislador democrático, mientras que la composición o la integración del juez constitucional no comparte el mismo carácter. Al contrario, hay quienes afirman que dicha objeción contra-mayoritaria constituye un falso dilema, habida cuenta que quien encomienda al Tribunal Constitucional su labor para ejercer el control de constitucionalidad y, la tutela última y privilegiada de los derechos fundamentales, es la Constitución, obra o expresión de la máxima voluntad popular, es decir, el poder constituyente originario o derivado, en tanto que la ley es producto de un poder constituido como lo es el Legislador, el cual también está sujeto a la Norma Fundamental.
A pesar de lo anterior, en el ámbito hispanoamericano autores como Carlos Nino, Gargarella (en Argentina) o Víctor Ferreres (Cataluña, España) insisten en los resultados antidemocráticos que supone el funcionamiento de la Justicia Constitucional. En Costa Rica poco se ha discutido sobre esta materia, pese a que resulta muy relevante, teniendo en cuenta las funciones que en el foro jurídico nacional desarrolla la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Al respecto, en este artículo se han desplegado, de la mano de los mencionados autores, algunos argumentos para negar o bien reducir ese coste democrático. Es clara la necesidad de introducir algunas reformas constitucionales y legales para reducir ese déficit, como lo hemos visto en esta oportunidad.
VII.- Bibliografía.
Aragón, M., (2019) El Futuro de la Justicia Constitucional, Anuario Iberoamericano de Justicia Constitucional, 23(1), Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid.
Dworkin, R., (2019). El Derecho de las Libertades, La lectura Moral de la Constitución Norteamericana, Palestra, Lima.
Ferrajoli, L., (2002), Derechos y Garantías, La ley del más débil, Trotta, Madrid.
Ferreres Comellá, V., (2007). Justicia Constitucional y Democracia, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, segunda edición, Madrid.
Ferreres Comellá, V., (2011). Una defensa del modelo europeo de control de constitucionalidad, Marcial Pons, Madrid.
Gargarella, R., (1996) La justicia frente al gobierno, sobre el carácter contramayoritario del poder judicial. Ariel, Sociedad Anónima, Barcelona.
Waldron, J., (2018) Control de Constitucionalidad y Legitimidad Política, Universidad de la Sabana, Año 32, Núm.1, Chía, Colombia, junio.
[1] Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad de Castilla-La Mancha. Coordinador de la Maestría Profesional en Justicia Constitucional de la Universidad de Costa Rica. Juez Contencioso Administrativo, destacado en el área de Amparos de legalidad. Profesor de la Universidad de Costa Rica y de la Universidad Escuela Libre de Derecho. Miembro de la Comisión de Derecho Constitucional del Colegio de Abogados y Abogadas de Costa Rica.
[2] Sobre el particular, Ronald Dworkin rechaza que, en la lectura moral de la Constitución se afecte el principio democrático, sino más bien la noción de la democracia mayoritaria, la cual, es muy distinta de la democracia constitucional. En ésta, la institución de la judicial review forma parte. Al respecto, el autor sostiene que: “En síntesis, la concepción constitucional de la democracia adopta la siguiente actitud frente al gobierno mayoritario. Democracia significa gobierno sujeto a condiciones –las condiciones democráticas, según podríamos denominarlas- de igualdad de estatus para todos los ciudadanos. Cuando las instituciones mayoritarias proveen y respetan las condiciones democráticas, entonces el veredicto de estas instituciones debería ser aceptado por todos por esa razón. Pero cuando no lo hacen, o cuando no las proveen o respetan suficientemente, entonces no pueden objetarse, en nombre de la democracia, otros procedimientos que protejan y respeten mejor esas condiciones. Las condiciones democráticas incluyen claramente, por ejemplo, el requisito de que los cargos públicos estén, en principio, abiertos a miembros de todas las razas y grupos en igualdad de condiciones. Si alguna ley estableciera que sólo los miembros de una raza serían elegibles para los cargos públicos, entonces no habría ningún costo moral, ni razón para el dolor moral, si un tribunal tuviera el poder de declarar inconstitucional esa ley según constitución válida, lo hiciera. Esa sería presumiblemente una ocasión en la que la premisa mayoritaria sería vulnerada, pero si bien esto es lamentable para la concepción mayoritaria de la democracia, no lo es de acuerdo con la concepción constitucional. Por supuesto, puede ser de controversia cuáles sean realmente en detalle las condiciones de la democracia, y cuando una ley particular las ofenda. Pero, según la concepción constitucional, sería una petición de principios objetar la práctica que asigna a los tribunales la facultad de dictar la decisión final en esas cuestiones controvertidas basándose en que dicha ley es antidemocrática porque la objeción presupone que las leyes en cuestión respetan las condiciones democráticas, y esa es la cuestión que está en discusión”.
[3] Al respecto, Gargarella (1996) advierte que: “La solución sugerida por los defensores del “Consejo de la Magistratura” parece demasiado imperfecta, ya que –como diré más adelante– no sólo no resuelve los problemas que prometía solucionar, sino que, además, comporta otros adicionales. Considérese, al respecto, las siguientes observaciones: a) el poder político, en todo caso, puede seguir ejerciendo sus indeseadas presiones sobre el Consejo de la Magistratura. B) la misma existencia del Consejo incentiva de un modo indebido el corporativismo judicial. C) la teoría que subyace tras el Consejo descansa exageradamente en la magia electoral, como si una buena elección, si la hubiera, garantizase un buen ejercicio del órgano. Lo cierto es que aunque contásemos con jueces elegidos por los mejores motivos, nada nos garantizaría –en absoluta- que la tarea de los magistrados, en sus cargos, respondiese a las razones que dieron fundamento a su elección”.