Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente
RIDCA - Edición Nº7 - Derecho Constitucional y Derechos Humanos
Javier A. Crea. Director
Marzo de 2025
Un aporte para pensar la conveniencia de un Tribunal Constitucional para hacer más eficaz el control de constitucionalidad en Argentina
Autor. Marcelo Alberto López Alfonsín. Argentina
Por Marcelo Alberto López Alfonsín[1]
- El porqué de este aporte:
El año 2024 estuvo signado por la reflexión y el balance sobre los 30 años de la reforma constitucional. Mucho se ha escrito sobre el debe y el haber de dicho proceso constituyente – el resultado de ese ejercicio es largamente positivo por mi parte[2]-, quizás sin profundizar un aspecto de validez sociológica que me parece central: finalmente una generación ha podido “vivir” un nuevo ciclo constitucional iniciado en 1994. Sobre el final del año pasado, nuestra Corte Suprema ejerció su rol de cabeza del Poder Judicial de manera contundente y, con el fallo “Levinas”, marcó claramente una doctrina sobre el concepto de “tribunal superior de la causa” que impacta de lleno en el recurso extraordinario federal. Esa decisión, que refuerza de manera indubitable la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires que pregonamos desde siempre, impone una reflexión más actual sobre el control de constitucionalidad en Argentina.
En ocasión de la publicación de la obra «Defensa de la Constitución», obra de homenaje al maestro Germán Bidart Campos en el 2003 coordinada por Víctor Bazán[3], escribimos junto a Pablo Manili un artículo que llevaba como título: «¿Quién debe ejercer el control de constitucionalidad en Argentina?», la que nos pareció imprescindible abordar frente a los duros cuestionamientos que se formulaban en ese entonces a la mayoría de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y al descrédito público más grande en la historia de ese tribunal. En un contexto muy diferente, a 10 años de la partida del maestro, en un artículo que integró un “Liber Amicorum” publicado por la Asociación Argentina de Derecho Constitucional[4] abordé la pregunta acerca de si el control de constitucionalidad de los actos de los demás poderes debe seguir estando en cabeza del poder judicial y, por lo tanto, tener como última instancia a la Corte o si debe cambiar de manos, en favor de un órgano especializado. Por ello, decidí revisar entonces los aspectos centrales de lo escrito por el autor homenajeado en relación a la supremacía constitucional, al bloque de constitucionalidad, a los contenidos pétreos y otros aspectos relacionados con estos ejes. Lo hice desde una mirada que podía parecer desafiante pero que respondía esencialmente a seguir pensando -con la honestidad intelectual que Germán nos enseñó a nuestra generación- estos grandes temas que implican siempre una toma de posición frente a la teoría constitucional. Hoy retomo ese desafío, en la línea que sostuve el año pasado en ocasión de un trabajo conjunto de homenaje[5] por los 20 años de su desaparición física, que sirve de base a esta nueva “vuelta de tuerca” sobre el tema en cuestión, pero ya como aporte personal a un futuro proceso constituyente reformador.
- Sobre quién debe defender la Constitución
La discusión acerca de quién debe ser el defensor de la Constitución no es nueva ni mucho menos, y ha contado con exponentes de primera línea en todo el mundo: basta con ejemplificarlo con el célebre debate entre Hans Kelsen y Carl Schmitt en las primeras décadas del siglo XX. Al mismo tiempo, el problema de cómo debe desarrollarse ese control tuvo, en nuestro país, exponentes de la talla de Alberdi y Sarmiento.
La disyuntiva se plantea entre colocar el control de constitucionalidad en cabeza del poder judicial en su conjunto (modelo difuso) o en cabeza de un órgano ajeno a éste y separado de su estructura, con una integración predominantemente política -como en el caso de un Consejo Constitucional-, o predominantemente jurídica -como en el caso de un Tribunal Constitucional- (modelo concentrado).
El profesor Sagüés sostiene que «aparte de las razones académicas que impulsan la erección de un Tribunal Constitucional, de vez en cuando emergen motivos políticos coyunturales, propios de cada Estado» y aporta los ejemplos de España y Colombia. En la primera, con la sanción de la constitución de 1978, comenzó una nueva era institucional, post-franquismo, donde se decidió confiar la defensa de la constitución a un órgano nacido con esa era (el tribunal constitucional); y en la segunda, con la nueva constitución de 1991, se propuso quitarle esa función a la Corte Suprema en virtud de lo polémico que había sido su ejercicio en los tiempos anteriores y confiársela a la Corte Constitucional. Desde esa óptica, es preciso aclarar que el objeto de este pequeño ensayo es el de analizar las razones jurídicas, pero principalmente las políticas, que justifican y aconsejan, en la actualidad, y más aún desde el mencionado caso “Levinas”, la creación de un tribunal constitucional en Argentina.
Desde la óptica estrictamente jurídica Hans Kelsen ha sido el principal defensor de la creación de un Tribunal Constitucional por fuera de la estructura del poder judicial, para encomendarle la tarea de ser el defensor de la constitución. Así lo plasmó, como se sabe, en la constitución austríaca de 1920 y lo expuso en varias de sus obras[6].
Los argumentos principales a favor de este sistema son:
a) “Es necesario conferir el poder de anular actos irregulares a un órgano distinto del que los dictó». Ese acto irregular debe quedar anulado y no simplemente inaplicado, es decir, debe salir del sistema jurídico[7].
b) No se puede proponer una solución uniforme para todas las constituciones en cuanto a la conformación del órgano, no obstante lo cual Kelsen propone, en general: i) Que el número de sus integrantes no sea muy elevado[8]; ii) Que en su designación intervengan el parlamento y el jefe de estado combinadamente[9] (es decir uno a propuesta del otro o viceversa); ii) Que los juristas de profesión ocupen un lugar adecuado, interviniendo en su designación las facultades de derecho o el propio tribunal por cooptación[10]; iv) Que se excluya de su conformación a los miembros del parlamento y que, al mismo tiempo, se «blanquee» de alguna manera la influencia política que puedan tener sus miembros, proveyendo una parte de los cargos teniendo en cuenta la fuerza de cada partido político.
c) El control de constitucionalidad debe recaer sobre leyes del congreso federal o de las legislaturas locales, reglamentos de las cámaras, decretos con fuerza de ley, decretos reglamentarios y tratados internacionales[11]. No son objeto de control: los actos de los tribunales (pues, para Kelsen, la sola intervención de éstos es garantía de su regularidad), y los actos administrativos directamente subordinados a la constitución.
En cuanto al resultado del control, Kelsen propugna la anulación del acto irregular a través de la sentencia. En caso de vicios formales, propone que la anulación sólo opere cuando esos vicios sean graves. Respecto de las normas generales, propone que no puedan ser anuladas sino dentro de un plazo a partir de su vigencia, fijado por la Constitución (por ejemplo, de tres a cinco años) dado que sería grave anular una norma que ha estado en vigor muchos años[12]. También sostiene que la anulación de una ley no acarrea el restablecimiento del estado de derecho anterior a la sanción de ésta, en el sentido que no hace revivir el régimen que surge de la antigua ley que había sido derogada por la que hoy se anula, salvo el caso de anulación de una ley que consistiera solamente en la derogación de otra.
e) En cuanto al procedimiento, el maestro austríaco propone una legitimación amplia para solicitar la anulación. Al respecto propone lo siguiente: a) Todas las autoridades públicas que al aplicar una norma tengan dudas de su constitucionalidad deberían interrumpir el procedimiento e interponer una demanda ante el tribunal constitucional. b) Se debería instaurar una acción popular para que todos los justiciables y administrados puedan solicitar la declaración de inconstitucionalidad de una norma. c) Los estados federados podrían demandar la inconstitucionalidad de los actos del estado federal y viceversa[13]. d) Debería existir un Defensor de la Constitución ante el tribunal, a semejanza del ministerio público que actúa en materia penal[14]. e) Una minoría del parlamento debería estar legitimada para interponer demanda de inconstitucionalidad de una ley sancionada por la mayoría[15]. f) El tribunal constitucional podría actuar de oficio. En cuanto al resto del procedimiento, Kelsen sugiere que asuma el carácter de oral y público, y que la sentencia anulatoria sea publicada en el mismo órgano donde se publicó la norma, aunque no descarta que el tribunal constitucional tenga su propio órgano de difusión.
f) El efecto de la anulación de normas generales no puede ser retroactivo según Kelsen, sino que deben mantener su valor todos los actos cumplidos durante su vigencia.
Contra este intento kelseniano de racionalización del Estado Constitucional de Derecho, Carl Schmitt[16] intenta plantear las contradicciones que el mismo podría encerrar como sistema protector de la constitucionalidad de las normas. Conforme al principio orgánico de distribución del poder, la nota definitoria de la función judicial, según Schmitt, no es otra que la decisión de casos en virtud de leyes, y no la discusión sobre el contenido de las normas. La cuestión presenta singular relieve cuando se trata de la justicia constitucional, tal como fuera configurada por Kelsen, estableciendo un modelo diferente de control de constitucionalidad al consagrado en la tradición norteamericana a partir del fallo «Marbury vs. Madison». Para Schmitt, este problema se agudiza cuando la confrontación que se da entre la ley ordinaria y la constitución dista de ser evidente. En su opinión, el hecho que, en este supuesto, un tribunal constitucional pueda expedirse libremente sobre la validez o invalidez de las leyes, constituye una invasión en la función legislativa que atenta contra el principio orgánico de distribución del poder aun cuando «su decisión se adopte conforme a un procedimiento judicial»[17]. Luego de un breve repaso de las distintas especies y posibilidades de defensa de la constitución a partir de la visión crítica de la justicia constitucional – aun con las atribuciones conferidas en el texto constitucional austríaco de 1920-, y con un fuerte compromiso de su parte con su circunstancia histórica concreta[18], el autor alemán encuentra la solución en la figura del Jefe de Estado como «protector de la constitución»[19], tesis con la que discrepamos in totum.
- La discusión sobre la interpretación constitucional:
En nuestro país, como dijimos, el debate sobre la justicia constitucional tuvo matices distintos. No se dirigió tanto a quién debe ser el defensor de la constitución sino a cómo se la debe interpretar, aplicar y defender, es decir a cómo se debe ejercer el control de constitucionalidad.
En sus célebres «Comentarios»[20], Sarmiento se pronuncia en el sentido que la independencia del poder judicial es la mejor garantía para la defensa de la supremacía constitucional, poniendo como ejemplo de ello la tradición norteamericana. Señala que «el poder judicial es independiente de los otros poderes, y coexistente con ellos. Su oficio es aplicar las leyes, en todos los casos contenciosos: la Constitución es la ley suprema, luego la aplicación práctica que de sus disposiciones hagan los otros poderes recae bajo la jurisdicción y el fallo del Supremo poder judicial, en los casos que se reputen agredidos derechos que motiven acción, y pidan amparo». Esta convicción lo lleva a proponer abiertamente la adopción del modelo americano y entablar su célebre polémica con Alberdi, pues, en la óptica sarmientina, «los términos de la Constitución Americana y los de la nuestra coinciden tan perfectamente en establecer la jurisdicción de los tribunales supremos de justicia para la interpretación de la constitución, que podemos sin restricción reproducir las doctrinas recibidas para la una como perfectamente emanadas de la otra».
Las citas profusas que Sarmiento hace de los padres del constitucionalismo norteamericano se completan con este auténtico decálogo del recurso extraordinario, tomado del Justice Mayor, John Jay, que reproducimos a continuación por su claridad conceptual y extraordinario ejemplo pedagógico:
«¿Puede preguntarse cuál es el preciso sentido y latitud en que las palabras establecer la justicia (o afianzar como quiere nuestra constitución) es aquí usada o entendida? La respuesta a esta pregunta resultará de las provisiones hechas en la constitución con respecto a este parágrafo. Ellas están especificadas en la segunda sección del tercer artículo, donde se ordena que el poder judicial de los Estados Unidos se extenderá a diez descripciones de casos, a saber:
1° A todos los casos que ocurran bajo esta constitución.
2° A todos los casos que emanen de las leyes de los Estados Unidos.
3° A todos los casos que nazcan de tratados celebrados bajo su autoridad.
4° A todos los casos que afecten a embajadores o a ministros públicos y cónsules.
5° A todos los casos de almirantazgo y de jurisdicción marítima.
6° A controversias en que los Estados Unidos sean parte.
7° A controversias entre uno o más estados (provincias).
8° A controversias entre estado y ciudadanos de otro estado (provincia).
9° Entre ciudadanos de un mismo estado (provincia) reclamando tierras por concesiones de diferentes estados.
10° A controversias entre un estado (provincia) y los ciudadanos del mismo, y estados extranjeros, ciudadanos o súbditos.
La fortaleza argumental de estas palabras debe haber influido fuertemente en el espíritu del sanjuanino al momento de definir tan tajantemente el carácter prácticamente vinculante que le atribuye a los pronunciamientos de la Corte Suprema norteamericana[21]. Veamos como ejemplo esta nota al pie de página en los «Comentarios»[22]. «La Suprema Corte instituida por la Constitución Argentina, y nuestros jurisconsultos, deben tener siempre por delante la serie de decisiones que durante sesenta años ha ido pronunciando aquel tribunal supremo, sobre los diez puntos contenciosos que constituyen su jurisdicción, que son los mismos, en los mismos términos, con las mismas palabras que señala nuestra Constitución.» Avanza más Sarmiento, y llega a recomendar que «El Congreso, las Legislaturas de Provincia, los ministerios públicos, como es práctica en los Estados Unidos, debieran tener bibliotecas, conteniendo estos depósitos de ciencia y experiencia, excusándose con la simple consulta de los casos, reclamos y cuestiones impertinentes los unos, dictámenes errados o injustos los otros». Esta posición marca definitivamente el perfil que se propone para el control de constitucionalidad, como mecanismo de afirmación del principio de supremacía, con la nota singular que este documento adquiere en los albores de nuestra nacionalidad[23].
Juan Bautista Alberdi[24], autor tan citado en estos días y tan poco leído por quienes lo citan, por su parte, sostenía que no se podía trasladar automáticamente la experiencia norteamericana a una nación recién constituida, como la nuestra. En su ácida crítica a Sarmiento, lo acusa de mezclar «comentarios» con «ataques»[25] a la aún inmadura constitución de 1853 en estos términos: «… el señor Sarmiento pone a un lado la vida anterior de la República Argentina; se apodera del texto desnudo y seco de su Constitución reciente; lo sacude, digámoslo así, de sus antecedentes argentinos y emprende su comentario sin más auxilio que el comentario de la Constitución de los Estados Unidos, pudiendo definirse su obra: «La Constitución Argentina comentada por el señor Sarmiento con los comentarios de la Constitución de Norteamérica por José Story»[26]. Con este y otros razonamientos, el maestro tucumano resta fuerza vinculante a la jurisprudencia de la corte norteamericana, y propone al intérprete constitucional una ampliación de las fuentes de nuestra constitución material, a fin de asegurar los mandatos de la ley suprema, entre los cuales está el de «afianzar la justicia»[27].
- Un aporte para intentar resolver una vieja cuestión:
Volvemos a plantear, ahora con más convicción que antes, la conveniencia de un Tribunal Constitucional en nuestro país, reforma constitucional mediante. Es de destacar que, de todos los países latinoamericanos, solamente Argentina mantiene el control difuso de constitucionalidad, siguiendo el modelo norteamericano, mientras que el resto lo ha combinado con el concentrado y en muchos casos lo han colocado en cabeza de un órgano situado fuera de la estructura del poder judicial. En algunos casos, lo colocan en cabeza de una Corte Suprema de Justicia (Brasil, México y Venezuela); en otros casos en manos de un Tribunal Constitucional que integra el Poder Judicial (como en Bolivia, Ecuador, Colombia, Guatemala) o que se halla fuera de él (como en Perú y Chile). Sólo algunos países adoptaron el control concentrado en manos de un solo órgano: Uruguay, Paraguay, Panamá, Costa Rica y Honduras.
Frente a ese panorama, no es casual que sea en Argentina donde el Poder Judicial y la integración de su máximo órgano, la Corte Suprema, esté en estos días en el centro del debate político. ¿No será que ese enorme poder de inaplicar las leyes (el «legislador negativo» -aunque sea para el caso concreto- de Kelsen) es el que genera dudas sobre su legitimidad? No olvidemos la vieja máxima según la cual «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Entonces, nos preguntamos: ¿No sería una buena solución mitigar esa facultad del Poder Judicial eliminando de su competencia las cuestiones que rozan lo político? ¿No sería mejor entregárselo a otro órgano del cual la ciudadanía esperase solamente decisiones políticas? ¿No sería mejor que el poder judicial fallara en asuntos pura y exclusivamente jurídicos? Para su institucionalización, mantenemos la propuesta formulada hace más de 20 años:
a) Como ya se anticipó, reconocemos que el límite entre lo político y lo jurídico, en cualquier caso o controversia que se presente ante los tribunales, es casi imposible de definir. Por ello creemos que el criterio a seguir es dividir las aguas del siguiente modo: la aplicación de las leyes debe estar en cabeza del Poder Judicial, pero la aplicación de la Constitución debe estar en manos del órgano que ejerce el control de constitucionalidad. En otras palabras: mientras no exista cuestión constitucional, las causas deben tramitar ante el Poder Judicial, pero en cuanto se suscite un planteo de inconstitucionalidad de una norma inferior, la causa debe pasar a manos del órgano constitucional, que debe ser el único competente para resolver las cuestiones de constitucionalidad. En los casos en que la decisión sobre la constitucionalidad de la norma es la sustancia de la cuestión planteada, el órgano constitucional va a dictar la sentencia definitiva (como ocurre generalmente en los amparos y en las acciones declarativas de certeza), pero en los casos en que la decisión sobre la constitucionalidad de la norma es incidental dentro del proceso, el órgano constitucional debe resolverla y luego devolver la causa al poder judicial para que continúe con su trámite.
b) De lo que llevamos dicho se deduce claramente para nosotros que ese órgano constitucional debe estar por fuera de la estructura del poder judicial. Ello por cuanto la idea fuerza de cuanto proponemos es dividir lo político de lo jurídico, no en sustancia (porque ello sería, por definición, imposible) sino en cuanto al órgano competente. Esta idea se apoya, también, en nuestra postura a favor de una profundización del parlamentarismo como sistema de gobierno[28], planteo también pendiente de otra reforma constitucional.
c) En cuanto a la integración de ese órgano constitucional creemos que debe combinar juristas y hombres de estado[29]. Es decir, nuestra propuesta de Tribunal Constitucional se conformaría de este modo: los ex presidentes de la Nación, tres miembros elegidos por la Cámara de Senadores (por lo menos uno electo por la minoría), tres miembros elegidos por la Cámara de Diputados (con la misma previsión que en el caso del Senado), en ambos casos con la mayoría agravada de 2/3 que se exige para ser miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y tres elegidos por el Poder Judicial. La eliminación, con respecto al modelo francés, de los tres miembros designados por el presidente responde a que ello es propio de un sistema semipresidencialista como el francés; pero, extrapolado a uno presidencialista como el nuestro, acentuaría los vicios que tratamos de eliminar con esta propuesta, es decir, la excesiva permeabilidad de nuestra Corte a las políticas del gobierno de turno.
Creemos que el camino que proponemos puede ser transitado por una eventual reforma constitucional. Conviene revisar los puntos enumerados por Sarmiento como objeto de recurso extraordinario y en ese marco creemos que en el nuevo escenario, los tres últimos supuestos (controversia entre las provincias y ciudadanos de otra, entre ciudadanos de la misma provincia y entre una provincia y ciudadanos de la misma) pueden seguir en la órbita de competencias de la actual Corte Suprema de la Nación, no así los primeros siete casos, que serían recurribles por ante el nuevo órgano a crearse, en atención al marcado carácter político que ostentan.
Con la solución que proponemos, de separar la justicia constitucional de la ordinaria, al existir un órgano consagrado in totum a la solución de cuestiones constitucionales, desaparece el riesgo de la politización de la justicia, que es el que siempre motivó las decisiones que jalonaron la teoría de las cuestiones políticas y la doctrina de la emergencia, para tomar sólo dos ejemplos. Mientras los temas constitucionales deban ser resueltos por el poder judicial ordinario, las cuestiones no justiciables van a seguir existiendo.
Pretendemos así, una vez más, racionalizar la siempre difícil relación entre lo político y lo jurídico[30], cumplido ya el término de la validez sociológica de una reforma constitucional: que sea cumplida y respetada por –al menos- una generación, como señalamos al inicio.
Han pasado ya 30 años: es conveniente repensar algunos temas para una nueva reforma[31]. El balance ya fue hecho por la doctrina y por la sociedad en su conjunto. El caso “Levinas” nos obliga a ser originales. Es el momento de hacer los aportes.
Citas
[1] Marcelo Alberto Lopez Alfonsin, es abogado graduado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el año 1986 y Doctor en Derecho en el 2012. Asimismo, entre sus estudios de posgrado se encuentran un Magister en Ambiente Humano, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Lomas de.Zamora, Curso Internacional de Derechos Humanos, Estrasburgo, Francia, 1998, Academia de Derechos Humanos y Derecho Humanitario, Washington College of Law, American University, 2015, Curso de Actualización en Protección Supranacional de los Derechos Humanos, Perugia, Italia, 2016, y Curso de Especialización en Derechos Humanos y Justicia Constitucional, Bolonia, Italia, 2018. Es profesor en distintas universidades nacionales e internacionales, en carreras de grado y en posgrados desde hace más de 30 años. Presidente de la Cámara Contencioso Administrativa de la CABA.
[2] “Una mirada generacional a modo de balance del proceso de reforma constitucional de 1994”, “La Ley”, Suplemento de Derecho Administrativo N° 2-2024, Buenos Aires, Octubre de 2024.
[3] «Defensa de la Constitución», Obra colectiva en homenaje a Germán J. Bidart Campos. Capítulo: “¿Quién debe ejercer el control de constitucionalidad en la Argentina?» en coautoría con Pablo Luis Manili. Editorial Ediar, Buenos Aires, agosto de 2003.
[4] “Debates de actualidad”, Año XXVIII, N° 208/209.2014, Santa Fe, junio de 2014
[5] “La conveniencia de un tribunal constitucional para hacer más eficaz el control de constitucionalidad en Argentina”. “El Derecho, edición especial. Suplemento de Derecho Constitucional en Homenaje a Germán J. Bidart Campos, a 20 años de su fallecimiento”, Buenos Aires, 30 de Setiembre de 2024.
[6] “Teoría General del Estado”, trad. de Legaz Lacambra, México, Fondo de Cultura Eco-nómica, 1948, La Garantía jurisdiccional de la Constitución (La Justicia Constitucional), trad. de Rolando Tamayo y Salmorán, México, UNAM, 2001, passim; y en «El Control de Constitucionalidad de las Leyes», trad. de Domingo García Belaúnde, en El Derecho, 156:793.
[7] Sobre este punto, Carlos Nino, citando a Eugenio Bulygin, sostiene que Kelsen confunde dos significados distintos de «validez», uno que apunta que la norma pertenece a un sistema jurídico y otro referido a su obligatoriedad. Y con esa observación soluciona uno de los problemas fundamentales en lo que él llama «la lógica de Marshall’ (pero que podemos identificar como un problema común a todos los sistemas de control difuso de la constitucionalidad de las normas) y es que una ley inconstitucional puede tener fuerza obligatoria mientras no sea anulada por ningún juez, pero es una norma que no pertenece al sistema (Nino, Carlos, La Constitución de la Democracia Deliberativa, trad. de Roberto Saba, Barcelona, Gedisa, 1997, pág. 265).
[8] Kelsen, Hans, La Garantía…, cit., pág. 57
[9] Ibidem.
[10] Idem, pág. 58
[11] * Es interesante la fundamentación que Kelsen brinda a la posibilidad de control de constitucionalidad de los tratados: «No podría invocarse la regla según la cual los tratados no pueden ser abrogados unilateralmente por uno de los estados contratantes, pues esa regla supone… que el tratado haya sido celebrado válidamente. Un Estado que quiere celebrar un tratado con otro Estado debe informarse de su constitución». Ese aserto es una verdadera predicción de lo que cuarenta años más tarde sería el contenido del art. 46 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados.
[12] Discrepamos con esta postura del maestro austríaco, por cuanto puede ocurrir que una ley se tome inconstitucional muchas décadas después de sancionada, por obra del simple paso del tiempo y del cambio de la moral pública media de una sociedad. Avala nuestra postura el fallo «Sejean» de la CSJN, que declaró inconstitucional la ley de matrimonio civil que llevaba un siglo de vigencia, por entender que la no recuperación de la aptitud nupcial de los cónyuges divorciados por aplicación de esa ley, era contraria al principio de dignidad de la persona humana. En este caso fue justamente el paso del tiempo el que tomó inconstitucional a la norma, contraponiéndola con las ideas y creencias de la sociedad. Es decir, devino inconstitucional.
[13] En nuestro país, ello está contemplado como competencia originaria de la Corte Suprema (art. 117 CN).
[14] En la Argentina esa es la función del Procurador General ante la Corte Suprema.
[15] Así ocurre en España, donde la acción ejercida es un mecanismo especial, regulado por los artículos. 81 de la Constitución y 28.2 y 79.3.b de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, por el cual una cierta cantidad de diputados puede impugnar de inconstitucional un proyecto de ley antes que sea sancionado en forma definitiva.
[16] «La defensa de la Constitución» de Schmitt, Carl, segunda edición, Madrid, Tecnos, 1998, pág. 27.
[17] Este análisis es volcado desde una postura revisionista de la tesis schmittiana por el catedrático Pedro de Vega García en el prólogo de la edición citada ut supra, pág. 19.
[18] Las críticas a la utilización por parte del Tercer Reich de buena parte de las posturas de Schmitt para justificar el régimen nazi son plenamente compartidas, pero no invalidan la solidez de los argumentos volcados en este enriquecedor debate, por cierto muy actual en estos días en la Argentina a partir de diferentes conceptos de democracia en puja en el debate político.
[19] Reiteramos que esta propuesta final, que no compartimos, no devalúa la tesis central, enmarcada en un sistema pluralista que le atribuye especial importancia al papel «neutral» y presumiblemente democrático de la figura del presidente del Reich. Conf. ibidem, pág. 245.
[20] Sarmiento, Domingo F.,”Comentarios de la Constitución de la Confederación Argentina”, con numerosos documentos ilustrativos del texto, Buenos Aires, 1929. Cabe destacar que la primera edición de esta obra fue editada apenas tres meses después de la sanción del texto constitucional por la Convención de Santa Fe en 1853.
[21] Lamentablemente no influyeron del mismo modo en los redactores de la ley 48 que, en 1863, reglamentó el recurso extraordinario en nuestro país, de un modo mucho más vago y ambiguo que el modelo norteamericano.
[22] Idem, pág. 97.
[23] El compromiso de Sarmiento con el proceso constitucional no le impide pararse desde una perspectiva coyuntural, en especial a partir del posicionamiento de Urquiza posterior a Caseros.
[24] Alberdi, Juan Bautista, “Estudio sobre la Constitución Argentina de 1853”, Buenos Aires, 1945. Es imposible la consideración aislada de estas páginas, con fuerte anclaje en las “Bases” y en parte profética de “La República Argentina consolidada en 1880”, fragmentos todos de un compromiso patriótico que aun emociona.
[25] Idem, pág. 3.
[26] Idem, pag.11.
[27] La virulencia de la crítica alberdiana debe aceptarse en el marco histórico en que se da el debate, con la pasión desbordante de estos dos ejemplos de nuestra nacionalidad, que debieran resultar paradigmáticos en estos tiempos críticos que vive hoy la República.
[28] Para ampliar, ver nuestras ponencias en coautoría con Ariela Schnitmann «La contrarreforma constitucional», X Congreso Nacional de Ciencia Política organizado por la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP) y la Universidad Católica de Córdoba, 27 al 30 de julio de 2011, y «Salvataje a la reforma de 1994», X Congreso Nacional y IlI Congreso Internacional sobre Democracia, Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Rosario, 3 al 6 de setiembre de 2012.
[29] El profesor Ricardo Haro sostiene que en toda corte o tribunal constitucional debe haber juristas que además tengan visión de estadistas. Con más razón debe cumplirse ese postulado en un órgano que está -como proponemos- fuera de la estructura del poder judicial (conf. Haro, Ricardo, «El Control de Constitucionalidad y el Rol Paradigmático de las Cortes y Tribunales Constitucionales» en Derecho Constitucional y Administrativo Il, dirigido por Carello, Luis, Córdoba, Juris, 2000, pág. 17).
[30] La obra de Alberto Antonio Spota: “Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente” (Buenos Aires, Plus Ultra, 1972, passim) es quizás el mejor esbozo teórico para delimitar estos campos, y es otro de los paradigmas que hemos seguido en el presente trabajo.
[31] Spota se refiere a la necesidad de cumplimento por parte de al menos una generación, es decir, 30 años aproximadamente, para que un proceso constituyente reformador sea considerado válido. Cfr. Lo político, lo jurídico, el derecho y el poder constituyente, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1972.
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