Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente

Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente
RIDCA - Edición Nº4 - Derecho Ambiental

Mario Peña Chacón. Director

20 de diciembre de 2023

Principio de inocencia, ‘carga de la prueba’ penal, delitos ambientales, y Acuerdo de Escazú

Autora. Rosaura Chinchilla-Calderón. Costa Rica

Por Rosaura Chinchilla-Calderón[1]

 

Vivir sabroso no es vivir con plata. Vivir sabroso es vivir sin miedos”.

Francia Márquez, vicepresidenta de Colombia

 

Introducción

 

América, no por casualidad, ha sido definido como el continente de la esperanza. Lo jurídico no es la excepción. Muchos de los países que lo integran han sido pioneros en la suscripción de convenios multilaterales de tanta trascendencia que, de forma directa o indirecta, marcaron una ruta mundial a seguir en momentos críticos. Para citar solo dos casos, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del hombre (sic, así su nombre original) se aprobó en la IX Conferencia Internacional Americana celebrada en Bogotá, Colombia, en abril de 1948, es decir, meses antes de que se promulgara (en París, el 10 de diciembre de 1948) la Declaración Universal de Derechos Humanos que estableció un cambio paradigmático en el rol de los Estados y la defensa de los derechos de las personas. Por su parte, las Convenciones interamericanas sobre concesión de los derechos civiles y concesión de los derechos políticos ambas a la mujer del 05 de febrero de 1948 anticipaban parte de lo que, décadas después (1979), sería recogido en instrumentos mundiales como la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW por sus siglas en inglés).

 

La integración regional normativa en materia penal y ambiental también ha sido paradigmática. En lo primero, destaca la Convención Americana sobre Derechos Humanos la cual imprimió la pauta sobre las garantías mínimas para el juzgamiento y ejecución de las sanciones penales de quienes han vulnerado los derechos de otras personas. La creación, en dicha convención, de un tribunal regional permitió perfilar y consolidar impecables líneas jurisprudenciales contra los autoritarismos de cualquier signo ideológico y la lucha contra la impunidad derivada del abuso del poder. Así la prohibición del juzgamiento por tribunales militares, de indultos, amnistías, prescripciones y similares que, por décadas, eran el recurso favorito de déspotas, fue paulatinamente fortaleciendo el ejercicio pleno de acceso a la justicia de todas las personas. En lo ambiental, la Convención para la protección de la flora, de la fauna y de las bellezas escénicas naturales de los países de América firmada desde el 12 de octubre de 1940 (y que entraría en vigor dos años después) anticipó la protección de la naturaleza por sobre su explotación comercial, norte de algunos países desarrollados. Costa Rica fue parte de los primeros estados que la firmó, aunque la ratificó hasta 1966. También la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de protección de los derechos económicos, sociales y culturales, en particular, de la cosmovisión de los pueblos indígenas y el papel que en esta juega la Naturaleza, marcó una línea destacada en todo el mundo[2].

 

Costa Rica también ha sido un territorio pionero y promotor de muchos hitos mundiales. Un pequeño país que abole el ejército como institución permanente en 1949 sería estandarte del respeto de los derechos humanos mediante un tribunal constitucional que, a partir de 1989, generaría una revolución en democracia y llevaría la estafeta en la región sobre avances jurídicos, incorporando, por ejemplo, el derecho internacional como parámetro de constitucionalidad, con lo que fue precursor en la aceptación de las teorías monistas del derecho internacional público.[3]

 

No obstante, el liderazgo en la defensa de los derechos humanos y la democracia debe actualizarse en cada instante. Así, mientras América sigue luchando contra sus propios demonios internos para mantener esa hegemonía, al menos desde el plano de lo jurídico-normativo —y, en tal contexto, son paradigmáticas y faro de la región las sentencias de la Corte Constitucional de Colombia (y también lo fueron algunas de la Sala de lo Constitucional salvadoreña antes de la destitución indebida de sus integrantes por el gobierno de Bukele)— la justicia constitucional costarricense dio un giro en zona prohibida y hoy son tan inexplicables resoluciones en donde se ha negado expresamente la aplicación del derecho convencional (en temas como la fecundación in vitro, el matrimonio de personas del mismo sexo, algunas garantías penales, entre otros) como inentendibles resultan las manifestaciones de algunos magistrados de ese órgano cuando apelan a la voluntad popular como parámetro de constitucionalidad o niegan expresamente el valor vinculante de la jurisprudencia del tribunal regional (pese a que, antes de su ascenso al cargo que coyunturalmente desempeñan, lo aceptaban en sus libros promocionales).

 

Ante lo que se dio en llamar “la judicialización de la política” —que permitió controlar los límites de quienes ejercían el poder público y tratar de minar los altos índices de corrupción en la función pública para fortalecer el Estado Democrático de Derecho— se generó la politización de la justicia, la cooptación” de los órganos de justicia y el “lawfare” es decir, el uso del poder para integrar tribunales dóciles y sensibles a los interés de los grupos dominantes:

 

«El final de la Guerra Fría permitió la puesta en marcha de procesos judiciales ante distintas jurisdicciones —tanto nacionales como internacionales, en ejercicio de la jurisdicción universal o de las competencias propias de tribunales internacionales— que abrieron una vía para examinar responsabilidades por crímenes contra la humanidad derivados de violaciones masivas de los derechos humanos. Tras un primer momento de expansión de estos procesos, la respuesta de las democracias occidentales fue limitar mediante reformas legales esta posibilidad, frenando así la lucha contra la impunidad. Simultáneamente, se incrementó la utilización de la guerra jurídica, diseñando nuevas fórmulas más eficaces de intervención jurídica para mantener el control sobre cualquier país por medios de apariencia más democrática. El uso del poder judicial y la formación de los operadores jurídicos en escuelas de enseñanza y mediante programas de estudio adaptados al fin propuesto también se convierten en herramientas para derrocar Gobiernos legítimos. El objetivo será desprestigiar a las fuerzas políticas que se consideran hostiles y destruir políticamente a los líderes que las encabezan» (Romero en: Tirado, 2021, pp. 14-15).

 

 En palabras de Zaffaroni:

«…podemos ver cómo los encapsulados desbaratan los Estados (más o menos) de derecho existentes. En el norte para mantener lejos a los ricos en melanina, en el sur para defenderse de los vecinos pegados a su cápsula. El sur siempre fue dominado y, por cierto, sus Estados de derecho siempre fueron precarios y muchas veces desaparecieron arrasados por dictaduras. Es obvio que sociedades más o menos colonizadas no pueden ser igualitarias, pero en los pocos momentos de autodeterminación emergieron débiles Estados de derecho. Es funcional al norte la degradación de estos Estados, su corrupción y desbaratamiento institucional, como antes fue su arrasamiento total por la vía de dictaduras, valiéndose de los militares. Ahora de eso se encargan los líderes de las pequeñas cápsulas locales y, a veces, políticos que asumen el papel de ventrílocuo de estos, pero que proceden a pervertir democracias con el apoyo de jueces, que ahora reemplazan a los militares en esta tarea» (Zaffaroni en: Romano, 2019, pp. 14-15).

 

Por ello, aunque teóricamente debería existir una sintonía entre el derecho interno y el derecho internacional y entre sus respectivos órganos de verificación de cumplimiento en función de hacer respetar y cumplir los derechos humanos, en la práctica no sucede así. Esa diversidad de fines con los que cada cual asume su función ha quedado patente en la disputa entre el mayor valor que podía tener la jurisprudencia de unos y otros y se manifestó en la negativa de muchas cortes de justicia o tribunales constitucionales de la región (incluida, para vergüenza de todos, Costa Rica) de implementar los pronunciamientos de la Corte IDH, seguir sus precedentes o, incluso, en establecer líneas jurídicas contrarias a ellos. No se trata, simplemente, de una disputa jurídica entre el control de constitucionalidad (interno) y el control de convencionalidad (externo), tanto concentrado como difuso. Esta ya había quedado zanjada con la suscripción de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (CVDT) y el paso del dualismo al monismo en el derecho internacional público. Ahora, de lo que se trata es de que el statu quo no acepta perder los espacios de poder y de influencia que hasta entonces había tenido a lo interno de cada país y usa los tribunales internos (ordinarios o constitucionales) y su integración para, al margen del derecho, mantener el poder.

 

Este preámbulo es necesario para tratar de explicar por qué uno de los convenios regionales de avanzada en el mundo ha encontrado —en el país que se promociona internacionalmente como protector de derechos humanos— una férrea oposición, en la cual ha jugado un papel relevante los criterios emitidos mediante sentencias judiciales.

 

  1. Costa Rica y el “Acuerdo de Escazú”

El Acuerdo Regional sobre el acceso a la información, la participación pública y el acceso a la justicia en asuntos ambientales en América Latina y el Caribe (conocido como “Acuerdo de Escazú” siguiendo la tradición de aludir popularmente a los tratados internacionales por el lugar en que se firman) es el primer acuerdo regional en materia ambiental y desarrolla lo planteado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible (Río+20) y en la Opinión Consultiva emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos OC 23/17 de 15 de noviembre de 2017. Luego de más de cinco años de negociación, se suscribió en Costa Rica el 04 de marzo de 2018 como un homenaje al natalicio de Berta Cáceres, defensora ambiental e indígena hondureña asesinada dos años antes y en cuya muerte participaron directivos de una empresa hidroeléctrica contra quien ella protestaba, según se indica en la sentencia condenatoria adoptada en junio de 2022. A la fecha, el convenio ha sido firmado por 24 de los 33 estados de la región, 15 de los cuales lo han ratificado ya en sus parlamentos.[4]

Entró en vigor el 22 de abril de 2021, Día Internacional de la Tierra, y en sus 24 artículos desarrolla el principio precautorio, de transparencia y de rendición de cuentas; la no regresión en materia ambiental, la equidad intergeneracional y de soberanía de los pueblos sobre sus recursos naturales. Establece la necesidad de que los Estados brinden información ambiental a las personas que la soliciten, en especial a los grupos en condición de vulnerabilidad incluyendo los pueblos indígenas, sobre temas ambientales que les puedan perjudicar, salvo que se trate de información excepcionada sobre la normativa nacional, lo cual deberá indicarse por escrito motivado. Asimismo, prevé que, en la toma de decisiones ambientales y dentro del marco normativo de cada Estado, se implemente la participación abierta e inclusiva de todas las personas, se garantice acceso pleno a la justicia ambiental eliminando las brechas existentes y se proteja a las personas defensoras de derechos humanos en temas ambientales, tema este último en el que se constituye en un tratado mundial pionero.

Con otras palabras, se trata de uno de los documentos jurídicos más importantes para la efectiva protección de la naturaleza, de los pueblos originarios, el acceso a la justicia y la protección de la casa común, lo cual es altamente relevante dada la crisis derivada del cambio climático que amenaza con extinguir la vida en el Planeta.

Aunque Costa Rica fue de los países firmantes, la Asamblea Legislativa se ha negado a ratificarlo y a lo interno del país surgió una oposición liderada por las cámaras empresariales. Su texto fue remitido a consulta de constitucionalidad ante la Sala Constitucional en dos oportunidades.

En la primera, luego de aprobado en primer debate, el órgano constitucional (integrado por los magistrados Fernando Castillo, Luis Fernando Salazar, Jorge Araya, Paul Rueda y las magistradas Anamari Garro, Ana María Picado y Nancy Hernández) mediante voto de mayoría número 2020-6134, declaró la inconstitucionalidad por la forma aduciéndose, en síntesis, que el texto no había sido sometido a la consulta obligatoria de la Corte Suprema de Justicia que estipula el numeral 167 de la Constitución Política (al estipular el acceso a la justicia en materia ambiental, tema de incumbencia de aquel órgano). En esa ocasión hubo un voto salvado del magistrado Rueda Leal quien no encontró ningún vicio y la magistrada Nancy Hernández efectuó una nota. Por ende, se anuló la votación de primer debate y fue así cómo, en una segunda oportunidad en que se efectuó tal consulta, mediante voto número 2020-15523 del 18 de agosto de 2020 (y esta vez integrada la Sala Constitucional por los magistrados Fernando Castillo, Luis Fernando Salazar, Ronald Salazar, Jorge Araya, Paul Rueda y las magistradas Anamari Garro y Nancy Hernández) por mayoría (nuevamente con el criterio disidente de Rueda Leal quien admitió la consulta y no encontró vicios de forma o fondo) declaró inevacuable la consulta pues esta procedía una vez aprobado el texto en primer debate, lo que no había sucedido dada la retrotracción del trámite derivado del antecedente citado.

 

En el considerando V consta la nota de la magistrada Hernández (hoy jueza de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y una de las integrantes que más se ocupó de los temas penales en el seno de dicho órgano desde una perspectiva de respeto al Estado de Derecho) emitida, según se dice, con el propósito de que sus observaciones “sean tomadas en cuenta en la corrección de este importante acuerdo previo a su adopción” aspecto que resulta llamativo pues, como se sabe, los tratados internacionales no pueden ser modificados unilateralmente por uno de los estados parte suscriptores y aunque es posible una reserva al momento de su ratificación (arts. 19 y 20 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados) algunos convenios, inclusive, no las admiten y estas no son válidas si atacan el objeto y fin del convenio. En el caso del Acuerdo de Escazú, su artículo 23 impide que se hagan reservas y las enmiendas, conforme al numeral 20, deben ser propuestas por un Estado parte y aprobadas en Conferencia de Partes, razón por la que aquella advertencia no era procedente y ya evidenciaba un erróneo manejo de temas jurídicos.

 

Uno de los aspectos tratados en esa nota (no el único) es lo relativo a la inversión de carga de la prueba en materia penal y contencioso-administrativa que, según aduce la jueza, tendría el Acuerdo pues el texto, en su opinión, violentaría las estipulaciones vigentes en materia penal, aspecto que me propongo desarrollar enseguida y evidenciar como falso. Valga indicar, de previo y en justicia, que la preocupación por el tema de la carga de la prueba en lo penal fue externada por la citada jueza en su voto relativo a varios proyectos de ley y parece ser una constante (justificada en la mayoría de los casos, aunque no en el que nos ocupa) en otros de sus pronunciamientos.[5]

  1. Estado de inocencia y “carga de la prueba” en el proceso penal

El estado de inocencia es un derecho constitucional y convencional estipulado en textos regionales y universales vigentes en la casi totalidad de países de la región.[6] No se trata solo de una simple presunción probatoria sino de un verdadero derecho que produce un estado y, derivado de este, existe a nivel legal y en materia penal el principio de valoración probatoria in dubio pro reo. La conjunción de ambos implica que la comisión de un delito por una persona en particular debe ser demostrada (por quien acusa) más allá de toda duda razonable, pues la más mínima duda (razonable, no cualquier duda, sino una derivada de la prueba) hace que deba estarse a lo más favorable para la persona acusada. Como quiera que sea, el que la persona acusada no deba demostrar nada (porque es inocente) y cualquier duda o probabilidad implique un posicionamiento favorable a sus intereses no está en discusión y ese dogma es aceptado, casi en forma incontrovertida, por el derecho continental europeo, el latinoamericano y el common law.[7]

 

Como la persona es inocente, la parte acusadora es la que debe demostrar el delito y como este, en el sistema romano-germánico, se define como una conducta típica, antijurídica y culpable, al Estado (por medio del Ministerio Público) o al acusador privado (víctima, querellante) le compete demostrar todos esos estadios, aspecto que ha sido desarrollado popularmente como la “carga de la prueba” aunque, técnicamente, se dude de que este término dogmático aplique para el derecho procesal penal dado que el ente fiscal también está regido por un principio de objetividad que le obliga a pedir la absolutoria si es lo procedente, o los tribunales tienen también obligaciones probatorias, aspectos estos últimos que riñen con el concepto técnico de “carga”.[8] Por ello, es errónea la jurisprudencia nacional que, siguiendo a unos pocos autores, ha estipulado que el Ministerio Fiscal debe demostrar la tipicidad[9] pero no los otros estamentos (antijuridicidad y culpabilidad) que le corresponderían a la defensa y el planteamiento yerra porque delito es la suma de todo (una acción + típica + antijurídica + culpable) y no solo una parte en razón de lo cual el obligar a la defensa (técnica o material) a que aporte prueba sobre algún nivel es contrario al estado constitucional de inocencia que posee. Ese criterio parte de trasladar a lo penal las reglas de la materia civil del onus probandi o de la “carga dinámica de la prueba” (quien alega prueba: así quien alega los hechos de la demanda prueba estos y quien alega los hechos de las excepciones tiene el deber de acreditar los que le sirven de sustento) desconociendo el estado de inocencia garantizado constitucional y convencionalmente.

 

Este principio de inocencia ha sido uno de los más atacados de la modernidad y su inversión constituye una de las formas en las que se manifiestan tendencias autoritarias y populistas como el Derecho Penal Moderno y el Derecho Penal del Enemigo que parten de la flexibilización de algunas garantías penales. Que este precepto es aceptado y no debe ser revertido, pese a las regresiones en materia punitiva que campean, no está en discusión. Lo que sí debe analizarse es si el convenio de referencia incorpora parámetros distintos a esos, como afirma aquella juzgadora.

 

  1. Derecho ambiental y Acuerdo de Escazú

El derecho ambiental es una de las ramas más recientes de las disciplinas jurídicas, tradicionalmente divididas en derecho público y privado, área esta última desde la cual se fueron desmembrando y articulando nuevos conocimientos propios del derecho social que, a diferencia de las áreas usualmente marcadas dicotómicamente por principios de legalidad o libertad, interés público o privado, comparten principios de aquellos dos troncos generando nuevas mixturas.

 

Uno de los principios básicos del derecho ambiental es el precautorio que incorpora la regla “in dubio pro natura” descrita en la Declaración de Río sobre Medio Ambiente y el Desarrollo (Río de Janeiro, 1992, principio 15) de la siguiente forma «Con el fin de proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar ampliamente el criterio de precaución conforme a sus capacidades. Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces en función de los costos para impedir la degradación del medio ambiente«.

 

Nótese que el principio precautorio alude a las medidas anticipadas que deben tomarse para evitar daños irreversibles o graves al medio ambiente, pero no tiene relación con los criterios para juzgar penalmente a quienes cometen tales hechos que siguen siendo los propios de la materia penal.[10] Con otras palabras, la regla permite adoptar medidas provisionales o cautelares para evitar el daño, no para juzgar a quienes ya lo causaron. Este principio está incorporado en prácticamente todos los tratados ambientales que ya Costa Rica ha suscrito y ratificado, en la jurisprudencia constitucional y en la legislación interna.[11] 

 

La pregunta que subyace en esta materia es si el Acuerdo de Escazú posee normas o principios que reviertan el estado de inocencia y la ‘carga’ penal de la prueba y que incorporen el principio in dubio pro natura en detrimento del principio in dubio pro reo. El citado tratado indica, en su numeral 8:

 

«Acceso a la justicia en asuntos ambientales.

1. Cada Parte garantizará el derecho a acceder a la justicia en asuntos ambientales de acuerdo con las garantías del debido proceso.

2. Cada Parte asegurará, en el marco de su legislación nacional, el acceso a instancias judiciales y administrativas para impugnar y recurrir, en cuanto al fondo y el procedimiento:

a) cualquier decisión, acción u omisión relacionada con el acceso a la información ambiental;
b) cualquier decisión, acción u omisión relacionada con la participación pública en procesos de toma de decisiones ambientales; y
c) cualquier otra decisión, acción u omisión que afecte o pueda afectar de manera adversa al medio ambiente o contravenir normas jurídicas relacionadas con el medio ambiente.

 
3. Para garantizar el derecho de acceso a la justicia en asuntos ambientales, cada Parte, considerando sus circunstancias, contará con:
a) órganos estatales competentes con acceso a conocimientos especializados en materia ambiental;
b) procedimientos efectivos, oportunos, públicos, transparentes, imparciales y sin costos prohibitivos;
c) legitimación activa amplia en defensa del medio ambiente, de conformidad con la legislación nacional;
d) la posibilidad de disponer medidas cautelares y provisionales para, entre otros fines, prevenir, hacer cesar, mitigar o recomponer daños al medio ambiente;
e) medidas para facilitar la producción de la prueba del daño ambiental, cuando corresponda y sea aplicable, como la inversión de la carga de la prueba y la carga dinámica de la prueba;
f) mecanismos de ejecución y de cumplimiento oportunos de las decisiones judiciales y administrativas que correspondan; y
g) mecanismos de reparación, según corresponda, tales como la restitución al estado previo al daño, la restauración, la compensación o el pago de una sanción económica, la satisfacción, las garantías de no repetición, la atención a las personas afectadas y los instrumentos financieros para apoyar la reparación.

4. Para facilitar el acceso a la justicia del público en asuntos ambientales, cada Parte establecerá:
a) medidas para reducir o eliminar barreras al ejercicio del derecho de acceso a la justicia;
b) medios de divulgación del derecho de acceso a la justicia y los procedimientos para hacerlo efectivo;
c) mecanismos de sistematización y difusión de las decisiones judiciales y administrativas que correspondan; y
d) el uso de la interpretación o la traducción de idiomas distintos a los oficiales cuando sea necesario para el ejercicio de ese derecho.

5. Para hacer efectivo el derecho de acceso a la justicia, cada Parte atenderá las necesidades de las personas o grupos en situación de vulnerabilidad mediante el establecimiento de mecanismos de apoyo, incluida la asistencia técnica y jurídica gratuita, según corresponda.

6. Cada Parte asegurará que las decisiones judiciales y administrativas adoptadas en asuntos ambientales, así como su fundamentación, estén consignadas por escrito.

7. Cada Parte promoverá mecanismos alternativos de solución de controversias en asuntos ambientales, en los casos en que proceda, tales como la mediación, la conciliación y otros que permitan prevenir o solucionar dichas controversias.» (El destacado es suplido).

Es evidente que ni aún una lectura aislada del artículo 8.3.e permite sostener que ese acuerdo impulsa una inversión de la carga de la prueba pues la frase va precedida por el condicionante “cuando corresponda y sea aplicable” y, dándole contenido, eso corresponde y es aplicable en materia comercial, civil y administrativa pura y simple, pero no frente al ius puniendi estatal en materia penal. En esos campos no corresponde ni es aplicable, sino que lo propio es el otro principio por derivar de otra serie de tratados con una larga trayectoria liberal y de sustento filosófico para evitar los abusos estatales. Entonces, la frase dicha permite ajustar el principio a las líneas de cada materia sin vulnerarlas.

 

Pero, además, por reglas de interpretación sistemática, a este inciso le resultan aplicables los postulados del apartado al que pertenece. Y el inciso e) se ubica dentro del párrafo tercero que estipula que los estados “considerando sus circunstancias” y, dentro de las circunstancias estatales se encuentra, precisamente, la normativa y su rango jerárquico a respetar. Por otro lado, el párrafo tercero se ubica junto con el primero que enfatiza en que el acceso a la justicia ambiental debe ser establecido “de acuerdo con las garantías del debido proceso” y dentro de estas se encuentra el estado de inocencia (y la prohibición de inversión de la carga de la prueba). También la expresión está al lado del párrafo segundo que dispone que las garantías de acceso a la justicia ambiental debe asegurarlas cada estado parte “en el marco de su legislación nacional” en la cual se encuentran la Constitución Política y los tratados que contemplan el estado de inocencia referido.

 

En definitiva, una lectura tanto aislada como integral del artículo 8 impide llegar a la conclusión de que el Acuerdo de Escazú postula que debe invertirse la carga de la prueba para la investigación y juzgamiento de delitos ambientales como desafortunadamente lo afirmó la jueza Hernández.[12] Pero, aún asumiendo hipotéticamente que así fuera (que no es la tesis que sostengo), resulta que los tratados deben ser interpretados en el marco de un sistema, de donde, si un estado ha suscrito otras convenciones que estipulan lo contrario y que tienen alcance tanto regional como universal, mal podría pretenderse una aplicación aislada, no sistemática, de uno en detrimento de otros, sino que hay reglas hermenéuticas y de ponderación a tomar en cuenta. Una de ellas, propia de las democracias liberales con larga tradición, es la libertad personal frente al abuso estatal que pesa lo suficiente para inclinar la balanza hacia su protección. Recuérdese que tanto el ambiente como el debido proceso penal son derechos humanos que tienen, por características, el ser universales, interdependientes, indivisibles y progresivos, desde donde no cabe inobservar el conjunto.

 

La nota de la magistrada Hernández sobre este tema, apoyándose en votos de mayoría o unánimes de la Sala Constitucional (números 4845-96 y 2605-99 que no están en discusión en el marco contextual en que se emitieron) parece partir, primero, de que los operadores jurídicos son simples aplicadores del derecho, sin realizar ningún criterio interpretativo, lo que no es aceptado en la actualidad y, por otro lado, desconoce que el órgano jurisdiccional podía hacer (como paradójicamente hizo, incluso con su voto concurrente, en el proyecto relativo a la ley marco de empleo público) una interpretación conforme, es decir, avalar la constitucionalidad siempre y cuando no se aplicara la inversión de la carga de la prueba al derecho penal o administrativo sancionador que ella (y solo ella) afirma vulnerado, criterio que no fue usado. A continuación, se reproduce, en extenso (pero suprimiendo las referencias a otros votos) el criterio disidente de la ahora jueza interamericana para que la persona lectora juzgue, de forma directa, la solidez (o falta de ella) de su razonamiento en este tópico:

 

“Como se observa de su redacción, la norma no exceptúa en su aplicación ninguna materia, es decir, incluye la materia penal, lo cual me parece importante de abordar porque la inversión de la carga de la prueba no es permitida en esa materia. Es indiscutible que, en nuestro régimen constitucional, es el Estado quien tiene la obligación de probar la existencia del hecho delictivo y la responsabilidad del acusado; en ese sentido la norma consultada al permitir que se aplique la inversión de la carga de la prueba en contra del acusado, en estos supuestos, es violatoria del derecho de defensa como aspecto integrante del debido proceso. Podría alegarse que la norma se puede interpretar para excluir la materia penal utilizando la frase «cuando corresponda» citada en la norma, no obstante, estimo que no puede dejarse a criterio del operador jurídico, vía interpretación, un aspecto tan delicado, que -por sus efectos-, no puede quedar al arbitrio interpretativo, de tal forma que estimo debió excluirse expresamente la materia penal de la posible inversión de la carga de la prueba (…) Considero que la forma en la que se encuentra redactada la introducción del artículo 8 del proyecto consultado, y su relación con el inciso e), atenta -por su indeterminación- contra las garantías constitucionales esenciales tuteladas en los artículos 36 y 39 constitucionales. Del análisis del artículo en consulta, se extrae que la indeterminación o falta de precisión, de las materias o jurisdicciones en las que las partes garantizarán o asegurarán las «medidas para facilitar la producción de la prueba del daño ambiental, cuando corresponda y sea aplicable, como la inversión de la carga de la prueba y la carga dinámica de la prueba», podría permitir su uso, es decir en el proceso penal, lo cual no está permitido desde el punto de vista Constitucional y Convencional. Nótese, que la técnica regulatoria utilizada, no describe las jurisdicciones o materias en concreto a que se refiere el acuerdo, en las que las partes se comprometen a procurar el uso de tales ejercicios de carga de la prueba o carga dinámica de la prueba; igualmente, no describe las jurisdicciones o materias específicas, en las que se prohíbe o permite su uso. Lo anterior implica, que la utilización de la inversión de la carga de la prueba o del uso del sistema de carga dinámica de la prueba, queda a la interpretación de las partes, en relación con las cláusulas que dispone el propio artículo 8 del Convenio consultado. El problema con lo anterior es que, la redacción de las cláusulas que dispone el artículo 8 del Convenio consultado para fijar las materias en las que se aplicará, son indeterminadas, al utilizar como única limitante, los preceptos «del debido proceso» y «cuando corresponda y sea aplicable». Este último precepto, que se extrae del inciso e), es el que permite por su indeterminación, que la labor interpretativa, de tipo extensivo, o analógico, termine permitiendo el uso de un régimen de carga probatoria, que esta Sala no ha permitido desde sus inicios, en el proceso penal por estar excluido convencional y constitucionalmente. Si bien, el párrafo primero del artículo 8 consultado, establece «Cada Parte garantizará el derecho a acceder a la justicia en asuntos ambientales de acuerdo con las garantías del debido proceso», lo que eventualmente podría llevarnos a la conclusión, de que el uso de la inversión o carga dinámica de la prueba, quedaría excluida del proceso penal, lo cierto del caso es, que de forma inmediata, el párrafo segundo del artículo consultado establece, que «Cada Parte asegurará, en el marco de su legislación nacional, el acceso a instancias judiciales y administrativas para impugnar y recurrir, en cuanto al fondo y el procedimiento: […] e) medidas para facilitar la producción de la prueba del daño ambiental, cuando corresponda y sea aplicable, como la inversión de la carga de la prueba y la carga dinámica de la prueba.» Para la Sala, esta interacción entre los párrafos transcritos genera, que la eventual garantía del párrafo primero, a la hora de hacer referencia al debido proceso, pierda su fuerza normativa afectando las garantías judiciales en materia penal. En primera instancia, la referencia -como limitante de aplicación-, que establece el precepto «del debido proceso» presente el párrafo primero, no deja de ser indeterminada, porque a diferencia de las interpretaciones al debido proceso que ha desarrollado esta Sala, a partir del artículo 39 de la Constitución Política, dicho precepto no encuentra anclaje en otra norma rectora que constituya sus alcances u orígenes. Bien podría decirse, que dicha referencia al debido proceso, enlaza los alcances sobre dicho precepto, -en el ordenamiento interno de cada Estado-, dicha hipótesis pierde todo su contenido, al exigir el párrafo segundo, que cada parte asegurará «medidas para facilitar la producción de la prueba del daño ambiental, cuando corresponda y sea aplicable«, es decir, ya no cuando el debido proceso -del derecho interno de cada Estado- lo permita, sino, cuando corresponda y sea aplicable, sin anclar dicha limitación, lo cual es equivalente a permitirlo en todas las materias. En materia penal, este Tribunal ha desarrollado como pilar principal, que las normas que integran dicha jurisdicción, tanto procesales, como de fondo, deben de garantizar su claro entendimiento – en relación con sus alcances-, para las partes (principio de seguridad jurídica, principio de legalidad, y subprincipio de legalidad). Sin embargo, la norma consultada, permite directamente a los operadores del derecho, la aplicación de un sistema de carga probatoria, que ni siquiera de forma previa, ha sido “determinado, adecuado y limitado» por el legislador, en su forma procedimental, o en sus alcances, sobre las normas preexistentes de determinada materia, como la penal. Por las razones indicadas, esta Sala estima, que el artículo 8 inciso e) consultado, es contrario a la Constitución Política, ya que la indeterminación de su redacción permite tener por incluido a la hora de su implementación, el uso del régimen de inversión de la carga de la prueba, o de la carga dinámica de la prueba, en la materia penal, en violación al estado de inocencia y el debido proceso. (…) E.- En cuanto a la inversión de la carga de la prueba y carga dinámica de la prueba en materia sancionatoria administrativa. – En este punto es necesario indicar, que en el derecho sancionatorio, ya sea de tipo penal o administrativo, no se puede renunciar a las reglas del debido proceso, ya que es justamente el respeto a este principio constitucional, lo que justifica el poder coercitivo del Estado, sobre los derechos fundamentales de las personas. En este mismo sentido, la sentencia de esta Sala Constitucional, número 2000-8193 (…) Sobre la imposibilidad de renunciar a las reglas del debido proceso, cuando nos referimos a derecho sancionatorio, ya sea de tipo penal o administrativo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dispuso en el caso Baena Ricardo y otros Vs. Panamá, lo siguiente: 126. En cualquier materia, inclusive en la laboral y la administrativa, la discrecionalidad de la administración tiene límites infranqueables, siendo uno de ellos el respeto de los derechos humanos. Es importante que la actuación de la administración se encuentre regulada, y ésta no puede invocar el orden público para reducir discrecionalmente las garantías de los administrados. (…) 127. Es un derecho humano el obtener todas las garantías que permitan alcanzar decisiones justas, no estando la administración excluida de cumplir con este deber. Las garantías mínimas deben respetarse en el procedimiento administrativo y en cualquier otro procedimiento cuya decisión pueda afectar los derechos de las personas. 129. La justicia, realizada a través del debido proceso legal, como verdadero valor jurídicamente protegido, se debe garantizar en todo proceso disciplinario, y los Estados no pueden sustraerse de esta obligación argumentando que no se aplican las debidas garantías del artículo 8 de la Convención Americana en el caso de sanciones disciplinarias y no penales. Permitirle a los Estados dicha interpretación equivaldría a dejar a su libre voluntad la aplicación o no del derecho de toda persona a un debido proceso. 130. Los directores generales y las juntas directivas de las empresas estatales no son jueces o tribunales en un sentido estricto; sin embargo, en el presente caso las decisiones adoptadas por ellos afectaron derechos de los trabajadores, por lo que resultaba indispensable que dichas autoridades cumplieran con lo estipulado en el artículo 8 de la Convención. (…) 131. Pese a que el Estado alegó que en Panamá no existía carrera administrativa al momento de los hechos del caso (diciembre de 1990) y que, en consecuencia, regía la discrecionalidad administrativa con base en la cual se permitía el libre nombramiento y remoción de los funcionarios públicos, este Tribunal considera que en cualquier circunstancia en que se imponga una sanción administrativa a un trabajador debe resguardarse el debido proceso legal. (…) 133. Las víctimas de esta causa no fueron sometidas a un procedimiento administrativo previo a la sanción de destitución. (…) 134. No escapa a la Corte que los despidos, efectuados sin las garantías del artículo 8 de la Convención, tuvieron graves consecuencias socioeconómicas para las personas despedidas y sus familiares y dependientes, tales como la pérdida de ingresos y la disminución del patrón de vida. No cabe duda que, al aplicar una sanción con tan graves consecuencias, el Estado debió garantizar al trabajador un debido proceso con las garantías contempladas en la Convención Americana. Ahora bien, a mi entender, la posición de esta Sala, en relación con el debido proceso en materia sancionatoria de carácter administrativo, es la de reconocer su aplicación, con diversos alcances, a partir del tipo de procedimiento, de la persona acusada, de la sanción por imponer, y del derecho fundamental que se verá limitado, a partir del análisis del procedimiento diseñado, o que se pretende implementar, para garantizar un proceso justo. Contrario a lo que los críticos de esta Sala opinan, este Tribunal no ha autorizado o dejado sin contenido la garantía del debido proceso dentro del proceso sancionatorio no penal, sino que ha establecido sus efectos, a partir de la innegable diferencia existente entre un proceso penal, y cualquier otro proceso sancionatorio. Bajo la anterior intelección, el debido proceso, como garantía constitucional dentro del proceso sancionatorio -no penal-, opera desde dos vertientes, que permitirán, establecer las potestades de persecución, sancionatorias y del ejercicio de la debida defensa, a partir de la «intensidad jurídica», que sea razonable y proporcional para determinado caso o procedimiento. La primera de estas, el debido proceso, en su acepción de control del poder político, en el cual, se analiza la razonabilidad y proporcionalidad de la injerencia estatal -o del lus puniendi estatal- dentro de la vida privada de las personas. En este escenario, la «intensidad jurídica» del debido proceso, permitirá por ejemplo, que determinada ley o procedimiento, que pretenda juzgar o sancionar de determinada manera a una persona, carezca de conformidad constitucional, por lo que se estaría aplicando el máximo nivel de intensidad al debido proceso; o por el contrario, del análisis de la injerencia estatal sobre la vida de las personas, se arribaría a la conclusión sobre dicha actividad estatal, que la misma respeta los principios de razonabilidad y de proporcionalidad, permitiendo el manejo del debido proceso, con diferentes «matices», pero ahora en su procedimiento.

Este escenario quizás es el de mayor de relevancia, por cuanto su aplicación garantizará, que el resto de los preceptos, tanto constitucionales, como legales que se dispongan para darle operatividad a determinado procedimiento sancionatorio, mantenga su conexidad con los fines de control del poder sancionador estatal. La segunda vertiente del debido proceso es la ya descrita en el párrafo anterior. Dicho escenario se conforma del diseño y cumplimiento de las garantías constitucionales, como legales, que se dispongan para darle operatividad a determinado procedimiento o sanción, es decir, como se llevara a cabo la injerencia estatal sobre las personas; o como lo desarrolló en su momento el Magistrado Piza Escalante, el debido proceso constitucional sustantivo, como aquel que se conforma de los preceptos o garantías constitucionales, que se reflejan y desarrollan ulteriormente en las normas legales, que tienen como fin, garantizar un juicio justo. Ahora bien, la construcción de dichas garantías constitucionales y legales, con miras a garantizar un juicio justo, se deberán de realizar a partir del nivel de injerencia de la actividad sancionatoria estatal, es decir, a partir del tipo de procedimiento, de la persona acusada, de la sanción por imponer, y del derecho fundamental que se verá limitado; o en otras palabras, a partir de su vertiente -debido proceso- de control del poder político. Las anteriores premisas, son las que por una parte, me motivaron a salvar el voto en la resolución 2015018946 de las once horas y dos minutos del dos de diciembre del dos mil quince, donde fundamenté sobre la inconstitucionalidad de la inversión de la carga de la prueba que disponen los artículos 20, 21 y 22 de la Ley número 8754 del veintidós de julio del dos mil nueve, Ley contra la Delincuencia Organizada, sin dejar de lado, el aval que di, garantizando ciertos preceptos, para el uso de la carga dinámica de la prueba. (…) Finalmente, es importante agregar que la OC-23/17 del 15 de noviembre de 2017 de la Corte Interamericana establece que al interpretar la operativización de las obligaciones de los Estados en materia ambiental, esa interpretación debe hacerse de tal forma que no se imponga a las autoridades una carga imposible o desproporcionada, tomando en cuenta las dificultades que implica la planificación y adopción de políticas públicas y las elecciones de carácter operativo que deben ser tomadas en cuenta. En lo que interesa señala: «120. Adicionalmente, teniendo en cuenta las dificultades que implican la planificación y adopción de políticas públicas y las elecciones de carácter operativo que deben ser tomadas en función de prioridades y recursos, las obligaciones positivas del Estado deben interpretarse de forma que no se imponga a las autoridades una carga imposible o desproporcionada. Para que surja esta obligación positiva, debe establecerse que: i) al momento de los hechos las autoridades sabían o debían saber de la existencia de una situación de riesgo real e inmediato para la vida de un individuo o grupo de individuos determinados, y no tomaron las medidas necesarias dentro del ámbito de sus atribuciones que razonablemente podían esperarse para prevenir o evitar ese riesgo, y ii) que existe una relación de causalidad entre la afectación a la vida o la integridad y el daño significativo causado al medio ambiente.» Es en ese sentido que debe interpretarse el artículo 8.2.b del acuerdo consultado cuando se refiere a la responsabilidad por omisión relacionada con la participación pública en procesos de toma de decisiones ambientales, así como sus disposiciones en general, que no pueden significar una carga imposible o desproporcionada para el estado, así mismo que hay que distinguir entre los daños significativos al ambiente, de los que no lo son, para poder cumplir con esta importante precisión que hace la Corte en su opinión consultiva”.

 

Parece evidente que la intérprete constitucional encontró razones para descartar sus propias objeciones, pero no las atendió, sino que efectuó disquisiciones adicionales sobre ellas, cuando hubiera bastado una interpretación conforme que no se realizó. Se equivocó en esto tanto como en recomendar la modificación unilateral del tratado por parte del parlamento nacional.

 

A mi juicio, en este caso, a diferencia del referente a la Ley de Delincuencia Organizada (que fue avalada en su constitucionalidad por la mayoría de la Sala Constitucional costarricense) no existe riesgo alguno de invertir la carga de la prueba en el juzgamiento penal y cualquier norma de rango legal que pretenda (que no es este caso) hacerlo chocaría contra el valladar no solo del propio Acuerdo de Escazú leído correctamente sino del cuerpo normativo penal, que tiene estipulaciones en contrario.

 

Conclusión

 

En síntesis, un lamentable voto que, junto con objeciones del resto del órgano constitucional, dieron al traste con el esfuerzo histórico del país de avanzar en materias claves para un desarrollo sostenible. Sin duda alguna llamativa (y lamentable) la nota, tanto como el derivar “principios económicos” de textos constitucionales para aprobar paquetes fiscales y leyes que violentan flagrantemente el diseño republicado del Estado Social de Derecho.

 

 

Bibliografía

 

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Tirado Sánchez, Arantxa (2021) El Lawfare: golpes de estado en nombre de la ley. Akal.

Citas

 

[1] Profesora Facultad de Derecho, Universidad de Costa Rica

 

[2] Cfr.: Corte Interamericana de Derechos Humanos (2019). Cuadernillo de jurisprudencia No. 11: pueblos indígenas y tribales, disponible en: https://www.corteidh.or.cr/sitios/libros/todos/docs/cuadernillo11.pdf (Consultado 12 de julio de 2023)

[3] La primera conformación de la Sala Constitucional integró a quien había sido presidente de la Corte IDH, el juez Rodolfo Piza Escalante. Su influencia, así como la de otros grandes juristas, incluyendo el expresidente de la Corte Suprema de Justicia, ya fallecido, Luis Paulino Mora Mora, hizo que, por ejemplo, se aplicara lo resuelto por la Corte IDH a lo interno del país al evacuar la opinión consultiva OC-5/85 del 13 de noviembre de 1985 referente a la colegiatura obligatoria de los periodistas sobre lo que había existido renuencia interna por varios años; generó votos que permitieron el archivo de casos contra el país en organismos internacionales en materia de derecho al recurso en lo penal, al eliminar los límites para impugnar condenas según el monto de la sanción o los sujetos legitimados y en materia sindical; subvirtió el orden jerárquico de las fuentes, hasta entonces imperante en el país de la mano de la teoría dualista, al darle a los tratados de derechos humanos igual o superior valor a la misma Constitución Política y hasta otorgó parámetro constitucional a declaraciones o resoluciones, con carácter de soft law, emanadas de organismos a los que el país pertenecía. Todo ese legado, plasmado en resoluciones profusa y exquisitamente motivadas, tuvo impacto fuera del país y, a lo interno ha impedido que, en otros tiempos y con otras conformaciones del órgano constitucional jurídicamente menos versadas en derecho, se pueda revertir la senda trazada, al menos no sin develar otros intereses.

 

[4] Ha sido ratificado por Antigua y Barbuda, Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana, México, Nicaragua, Panamá, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía y Uruguay, Belice y Granada.

[5] Así, en el voto número 2016-1691 del 03 de febrero de 2016, al evacuar una consulta judicial de constitucionalidad planteada por el Tribunal de Apelaciones de lo Contencioso Administrativo y Civil de Hacienda, respecto a los artículos 20 y 22 de la Ley contra la Delincuencia Organizada (que desarrolla la Convención de Palermo), Hernández López salvó su voto (la mayoría declaró la inexistencia de roces constitucionales) y declaró inconstitucional el numeral 22 precisamente por invertir la carga de la prueba en materia penal. En esa ocasión indicó (en lo que interesa): «Ciertamente no existe nación que no esté luchando contra la delincuencia, especialmente la del crimen organizado. No obstante, bajo qué reglas se libre esa lucha, determina en gran parte el tipo de democracia que se tenga, y la congruencia con las bases fundacionales de nuestra nación, como son el respeto a los derechos de libertad en general y el derecho a un juicio justo. El terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico deben ser erradicados para proteger y preservar las libertades públicas y los derechos humanos, no para que sean éstos también sus víctimas, porque entonces sería peor el remedio que la enfermedad. Saber mantener los equilibrios que establece nuestra Constitución entre libertad y seguridad es una labor primordial de todo Tribunal Constitucional, porque allí radica un aspecto medular de nuestro régimen democrático. Desde Hobbes se discute si el ser humano ante el miedo prefiere sacrificar libertad con tal de obtener seguridad. Ese dilema está resuelto por las democracias constitucionales modernas, que buscan equilibrar ambos bienes jurídicos, -sin que haya que escoger entre uno u otro-. La historia demuestra, en forma reiterada, que el equilibrio es posible y cuando se rompe, es cuando surgen amenazas para las personas que -además de los males de la delincuencia-, deben sumar las arbitrariedades del Estado en contra de sus libertades fundamentales, por lo que, sin temor a equívocos, podríamos afirmar que el descuido de adoptar legislaciones que rompan esos equilibrios, implicará, a la larga, sustituir un mal por otro, o peor aún, sumar malestares sociales que además podrían implicar responsabilidades patrimoniales, por daños ocasionados por parte del Estado a particulares. Recientemente, con ocasión de los atentados terroristas del 11 de setiembre del 2001 en los Estados Unidos, se otorgaron potestades especiales, si se quiere exorbitantes, a algunas agencias policiales, que en varias ocasiones terminaron siendo utilizadas en contra, no de terroristas, sino de los propios ciudadanos, al punto que algunas de esas potestades han sido revertidas en la actualidad. En ese sentido, sacrificar conquistas históricas del pensamiento democrático, como el derecho a un juicio justo, por ejemplo, sería lamentable y encarnaría la renuncia a luchar contra la criminalidad dentro de un marco democrático de derecho. Los mismos argumentos de lucha contra delincuencia y protección de la seguridad, se han querido validar para justificar la tortura -a todas luces inaceptable desde un punto de vista de respeto a la dignidad humana-, y es precisamente ese respeto a todas las personas -aún de aquellos que violan las normas sociales-, uno de los valores democráticos que más nos distinguen de grupos y regímenes barbáricos. En democracia, el fin no justifica los medios, sino que los medios son fines en sí mismos para proteger los derechos y libertades de todas las personas frente a la arbitrariedad en el ejercicio del poder (…) es indiscutible que, por tratarse de un proceso penal, el Estado tiene la carga de probar la existencia del delito y responsabilidad del acusado, para luego poder apropiarse de los bienes producto del mismo. lícitamente y cuándo no. Algunas de las tesis van desde la inversión de la carga de la prueba, mediante la cual la persona contra quien se activa el proceso tiene que probar que los bienes fueron legítimamente adquiridos; otra es la de la carga dinámica de la prueba, en la cual la parte que está en mejor posición de aportar la prueba es quien está obligada a hacerlo; y la que adopta la Ley Modelo de Extinción de Dominio de Naciones Unidas, en la cual cada parte está obligada a probar los fundamentos que sustentan su posición (artículo 35), figura muy similar a ésta última (…) Estimo que los artículos 20 y 22 de la Ley Contra la Delincuencia Organizada consultados, son contrarios a la Constitución Política, al menos de la forma en la que se encuentran redactados e implementados en el sistema actualmente, pues no garantizan la aplicación de un debido proceso mínimo; nótese que, para poder extinguir el dominio por ilicitud de los mismos, se tienen menos derechos que en el proceso penal mismo, cuando se trata del comiso de los mismos bienes; es decir que una persona acusada por un delito de crimen organizado o lavado de dinero, tendría mayores garantías de debido proceso para oponerse al comiso de sus bienes, que un particular expuesto a perder su patrimonio en vía civil por ilicitud, porque en sede penal el Estado tiene la carga de probar no sólo el delito, sino que los bienes decomisados o cuyo comiso se pretende son producto de la actividad ilícita, mientras que en los procesos civiles para extinguir el dominio, como en el que se analiza, es al revés, la persona tiene que “justificar”, o lo que es lo mismo demostrar, la licitud de sus bienes. (…) Por las razones apuntadas supra, estimo que no puede invertirse la carga de la prueba en la implementación de este instituto, y que en caso de que el Estado no pueda demostrar que un tercero ha adquirido, permutado, alquilado un bien a sabiendas de que procedía de un ilícito, debe ser tutelado por el ordenamiento jurídico como se ha reconocido en otros Tribunales Constitucionales (ver sentencia C-1007/02 Corte Constitucional de Colombia) (…) Sobre el tema de la carga de la prueba, la Corte Constitucional colombiana, mediante sentencia C-740/03, del 28 de agosto de 2003, refiere a lo que se conoce como carga dinámica de la prueba, que establece que quien está en mejores condiciones de probar un hecho, deberá aportar la prueba correspondiente al proceso, por lo que tratándose de la extinción de dominio, es el titular de los bienes quien está en dicha condición, por lo que será quien deberá demostrar la licitud de su patrimonio. No obstante, estimo que dicho método no resulta aplicable al sistema jurídico costarricense, pues aplicar la carga de la prueba de esa forma, podría rozar sensiblemente con principios y garantías de rango constitucional e incluso con la misma Convención Americana sobre Derechos Humanos. Lo anterior, en razón de que de una lectura superficial de ese régimen, se puede entender claramente que el Estado presume la ilicitud de los bienes, por lo que será el administrado quien deberá revertir dicha presunción. Considero que, justamente en situaciones imperiosas en las que el Estado debe responder a una problemática social, como lo es por ejemplo, la criminalidad organizada, la corrupción y el lavado de dinero, es cuando más cautela debe tener el legislador al optar por la aplicación de determinados cuerpos normativos, cuya aprobación encuentre sustento en criterios propios de un sistema autoritario al cual Costa Rica no pertenece. Por lo expuesto, es que, un requisito sine qua non para iniciar un proceso de extinción de dominio, deberá ser que se acrediten o, al menos, se tengan indicios comprobados debidamente fundados y sustentados, sobre los elementos en los que se ampara el Estado o la Administración para presumir la ilicitud de los bienes que persiguen. Es de esa forma como lo establece, por ejemplo, la Ley Federal de Extinción de Dominio del Estado de México, en su artículo 45, que también protege a los terceros de buena fe.»

 

[6] Cfr.: artículo 11.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; 8.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; artículo 39 de la Constitución Política de Costa Rica y numeral 9 del Código Procesal Penal costarricense. También ha hecho alusión a tal principio la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del caso Ricardo Canese vs. Paraguay de 31 de agosto de 2004 (párrafos 153-154) y Acosta Calderón vs. Ecuador de 24 de junio de 2005 (párrafos 161-162) y el voto número 1739-92 de la Sala Constitucional costarricense (entre otros muchos). 

 

[7] En el derecho comparado también este principio se ha posicionado como cúspide en el sistema penal. Así, por ejemplo, para Europa, el concepto se desarrolla en el artículo 6.2 del Convenio para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (CEDH) y en el artículo 48.1 de la Carta Europea de Derechos Humanos. Ha sido abordado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en las sentencias de los casos Maslarova v. Bulgaria, Melo Tadeu v. Portugal, Peltereau-Villeneuve v. Suiza, Sismanidis and Sitaridis v. Grecia, G.I.E.M. S.r.l. y otros v. Italia y Demjanjuk v. Alemania, entre otros.

 

[8] En derecho se distingue los conceptos poder, deber, derecho y carga. Poder es una posibilidad o facultad; deber es una necesidad de obligatoria satisfacción y el derecho es una síntesis de ambos, dado que implica una relación correlativa entre el poder y el deber ya que el derecho subjetivo es el poder de exigir o hacer, vinculado con una obligación de cumplir. Por su parte, respecto a la naturaleza jurídica de la “carga” para unos autores es una “categoría de la obligación”, un “deber libre” (Brunetti); para otros un “acto jurídicamente necesario” (Carnelutti), un “imperativo propio del interés” (Goldschmidt, Couture y Eisner), una “facultad o poder de obrar en beneficio propio” (Rosenberg y Michelli) o una “relación jurídico procesal activa” (Devís Echandía). La diversidad de tesis doctrinales al respecto puede agruparse en dos categorías: a) las teorías “impositivas” que consideran que la carga es una “obligación” u “acto jurídicamente necesario”, en cuanto parten de una imposición dirigida al sujeto, y b) las teorías facultativas que reconocen una “posibilidad” o una libertad de actuación, sea como “deber libre”, “imperativo del interés”, “facultad o poder” o “relación jurídico procesal activa”. No obstante, como el Ministerio Público o Fiscal tiene el deber de hacer acopios probatorios aún a favor de la persona acusada y efectuar peticiones objetivas, aún contrarias a la pretensión punitiva, no habría ni una obligación ni una facultad. Por ello niegan la existencia de una “carga de la prueba” en el proceso penal autores como Florián, Eugenio. De las pruebas penales. Tomo I (De la prueba en general). Traducido por Jorge Guerrero. Editorial Temis, 3ª edición, Bogotá, 1998, pp. 144 y 280; Vélez Mariconde, Alfredo. Derecho procesal penal. tomo I, Editorial Lerner, 3ª edición, Buenos Aires, p. 342 y siguientes; Cafferatta Nores, José. La prueba en el proceso penal. Ediciones Depalma, 2ª edición actualizada, Buenos Aires, 1994, p. 31; Jiménez Asenjo, Enrique. Derecho procesal penal. Editorial Revista de Derecho Privado, volumen II, Madrid, p. 408 y siguientes; Clariá Olmedo, Jorge. Derecho procesal penal, tomo II, Editorial Artes Gráficas, Argentina, 1983, p. 165 y siguientes; Michelli, Gian Antonio. La carga de la prueba. Traducido por Santiago Sentís Melendo, Editorial Temis, Bogotá, 1989, p. 243 y siguientes; Parra Quijano, Jairo. Manual de derecho probatorio. Librería del profesional, Bogotá, 1ª edición, 1986, p. 15; Palacio, Lino Enrique. La prueba en el proceso penal. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, p. 41 (quien sí admite una carga de la prueba a cargo del querellante en los delitos de acción privada) y Gimeno Sendra, Moreno Catena y otro. Derecho procesal penal. Editorial Colex, 3ª edición reformada, Madrid, 1999, p. 631, entre otros. Autores que sí afirman la existencia de dicha carga en manos del Estado son: Framarino dei Malatesta, Nicola. Lógica de las pruebas en materia criminal. tomo I, traducido por Carrejo y Guerrero, Editorial Temis, Bogotá, 4ª edición, 1988, p. 169 y siguientes quien establece que opera el principio de la carga de la prueba, aunque en forma limitada pues la defensa no debe acreditar su dicho hasta llegar a un grado de certeza sino solo hacer creíbles sus afirmaciones; Fenech, p. 748 citado por Gutiérrez de Cabiedes. Estudios de derecho procesal. Ediciones Universidad de Navarra S.A., Pamplona, 1974, p. 478, Moreno Catena, Víctor (director). El proceso penal. volumen III, Editorial Tirant Lo Blanch, Valencia, 2000, p. 2266 y siguientes y Climent Durán, Carlos. La prueba penal (doctrina y jurisprudencia). Tirant Lo Blanch, Valencia, 1999, p. 703.

 

[9] Por ello, es erróneo afirmar que: “En el proceso penal, los hechos impeditivos son los que se producen antes de la consumación del delito (…) Aunque son alegables por el acusado, y aun cuando sobre este recae siempre el beneficio de la duda, está admitido unánimemente que la alegación de cualquier hecho impeditivo exige una plena probanza del mismo, como si de un hecho constitutivo se tratase, no bastando con engendrar alguna duda sobre la posible concurrencia del hecho impeditivo o extintivo. Si sólo hay dudas sobre la existencia de uno de estos hechos, la consecuencia es que no se estima probado y no favorece al acusado”. Climent Durán, Carlos. La prueba penal (doctrina y jurisprudencia). Tirant Lo Blanch, Valencia, 1999, p. 740. La Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia, en los votos número 635-2002, 311-98, 744-2001 y 1182-2003 ha invertido la carga de la prueba en materia de causas de justificación.

 

[10] Inclusive, reglas en materia de medidas cautelares atípicas penales que establece la materia ambiental, no aplican en materia penal que requiere esa tipicidad (en cualquier ley, aun las ajenas a la materia punitiva) según lo estipulado en el numeral 10 del Código Procesal Penal y que priman por lo estipulado convencionalmente al recoger el principio de legalidad. Este fue uno de los aspectos más discutidos en el laudo decidido por el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial en el laudo arbitral correspondiente al caso Aven y otros contra Costa Rica, (Caso UNCT/15/13) del 18 de setiembre del 2018. Al respecto véase: Chinchilla-Calderón, Rosaura (2019). Sistemas de justicia penal y tratados de libre comercio en América Latina. Resonancias penales del laudo en el caso Aven vs. Costa Rica. En: AAVV: Libro Homenaje a Javier Llobet Rodríguez.

 

[11] Cfr.: Sala Constitucional, voto 5893-95 y 5994-2017 (entre muchos); Ley Orgánica del Ambiente, artículo 4.c; Ley de Biodiversidad, artículo 11.

[12] En el mismo sentido cfr.: Madrigal Cordero, Patricia (2020). La inversión de la carga de la prueba en el Acuerdo de Escazú. En: Derecho al día: https://derechoaldia.com/index.php/derecho-ambiental/ambiental-doctrina/1125-la-inversion-de-la-carga-de-la-prueba-en-el-acuerdo-de-escazu

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