Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente
RIDCA - Edición Nº1 - Derechos Humanos
Javier A. Crea. Director
15 de junio de 2022
Pandemia, ética y democratización
Autores. Joaquín A. Mejía Rivera y Rafael Jerez. Honduras
Por Joaquín A. Mejía Rivera[1] y Rafael Jerez[2]
Resumen
Desde que la democracia se afianzó como forma de organización política y social en América Latina, ha enfrentado golpes de Estado, gobiernos autoritarios, desastres naturales e inconformismo social; sin embargo, la pandemia de la COVID-19 rompió los precedentes y visibilizó vigorosamente las debilidades de los sistemas democráticos en la región para garantizar la prestación de servicios públicos y la protección de los derechos humanos. La inmediatez de las consecuencias exigió la misma prontitud en la respuesta gubernamental.
Dos años después de que la pandemia penetró América Latina, este análisis tiene como objetivo analizar el rol de la ética como piedra angular en la toma de decisiones para contener los efectos de la emergencia y los daños colaterales, la apertura de espacios cívicos, la presencia de episodios de corrupción en manos de liderazgos políticos y la solidaridad como alternativa para fortalecer el sistema, los vínculos sociales y los principios éticos.
Abstract
Since democracy took hold as a form of political and social organization in Latin America, it has faced coups d’état, authoritarian governments, natural disasters, and social non conformity; However, the COVID-19 pandemic broke precedents and vigorously exposed the weaknesses of democratic systems in the region to guarantee the provision of public services and the protection of human rights. The immediacy of the consequences demanded the same promptness in the government response.
Twenty years after the pandemic penetrated Latin America, this article aims to analyze the role of ethics as a cornerstone in decision-making to contain the effects of the emergency and collateral damage, the opening of civic spaces, the presence of episodes of corruption in the hands of political leaderships, and solidarity as an alternative to strengthen the system, social ties, and ethical principles.
Palabras clave
Identidad colectiva, demandas sociales, solidaridad
Key words
Collective identity, social demands, solidarity
La Democracia puesta a prueba
En la última década, América Latina ha experimentado dos fenómenos preocupantes que representan una verdadera crisis de democracia: en primer lugar, la baja aprobación ciudadana con respecto a los gobiernos, la cual ha alcanzado apenas el 32% de promedio; en segundo lugar, la creciente insatisfacción ciudadana con la democracia como régimen político. En este sentido, en el año 2008, el 51% de la ciudadanía latinoamericana se manifestaba insatisfecha con la democracia; diez años después, es decir, en 2018, dicho porcentaje aumentó a 71%(Corporación Latinobarómetro, 2018, pp. 34 y 44).
En este sentido, en nuestra región el apoyo a la democracia llega al 48%, la indiferencia sobre la existencia de un régimen democrático se ubica en un 20% y la preferencia por un régimen autoritario llega al 15%. En otras palabras, América Latina ha experimentado “una década de disminución constante y continua de satisfacción con la democracia” (pp. 13-15) y la ciudadanía latinoamericana ha abandonado el apoyo al régimen democrático, y prefiere ser indiferente y alejada de ella, a la política y a las instituciones democráticas.
Previo a entender el porqué de la satisfacción o rechazo por el modelo, debemos poner sobre la mesa ¿qué entendemos por régimen democrático? Guillermo O’Donnell sostiene que se trata de aquel en el que “el acceso a las principales posiciones de gobierno se logra mediante elecciones que son competitivas e institucionalizadas y en el que existen, durante y entre esas elecciones, diversas libertades políticas, tales como las de asociación, expresión, movimiento y disponibilidad de información no monopolizada por el Estado o por agentes privados” (O’Donnell, 2007, p.30). O’Donnell define como una premisa básica que la ciudadanía tiene un derecho público e irrenunciable a un Estado consistente con la democracia, lo cual implica, a la vez, una invitación a una identidad colectiva, a un sentido de pertenencia a un Estado democrático promotor del desarrollo humano (pp. 27-29).
Para Toraine, la democracia es un régimen político que permite el desarrollo pacífico de las transformaciones y legitima el cambio a través del disenso mediante la reducción de la violencia y la limitación del poder absoluto. Por ello es que la “democracia no es capaz de defenderse a sí misma salvo que incremente sus capacidades de reducir la injusticia y la violencia” (Touraine, 1994, pp. 132 y 136).En este orden de ideas, el orden jurídico de una sociedad que se precie democrática sólo se realiza y justifica si garantiza las condiciones para el respeto y protección de los derechos humanos, ya que su protección es un propósito básico de dicho orden, y a su vez, “el ejercicio efectivo de la democracia contribuye decisivamente para la observancia y garantía de los derechos humanos” (Cançado Trindade, 1999, p. 20).
De esta manera, la democracia y los derechos humanos mantienen una relación de dependencia mutua, ya que, así como la democracia garantiza las luchas por los derechos, estas garantizan, a su vez, la democracia. Las luchas por los derechos humanos se constituyen en una forma de democracia política que se desarrolla paralelamente a la institucional y representativa, permitiendo que el debate político también salga de las paredes de los parlamentos, y que la participación de las personas titulares de derechos se vuelva más directa. Así, se ejerce un mayor control de las decisiones parlamentarias para orientar a los poderes públicos a la plena satisfacción de todos los derechos humanos (Ferrajoli, 2004, pp. 946-947).
Como fue señalado en otro lugar, esta tensión constante entre el poder político representado en la institucionalidad y el poder social identificado con las luchas ciudadanas en ejercicio de sus derechos (Mejía Rivera, 2009, p. 205),nos ratifica que la democracia representativa y la democracia directa están interrelacionadas entre sí y se enriquecen mutuamente. A falta de la primera, la segunda solamente “puede valerse de un consenso vacío y pasivo y se halla expuesta a todas las aventuras y perversiones posibles”; a falta de la segunda, la primera “está destinada a replegarse sobre sí misma, reproduciendo en su interior las formas de la representación y sucumbiendo a largo plazo por defecto de garantías jurídicas y políticas” (Ferrajoli, 2004, pp. 947-948). Por ello es que cuando falta la presión de los sectores sociales y la crítica pública, la democracia se transforma en oligarquía (Touraine, 1994, p. 52).
Como lo señala Touraine,
La democracia nunca se reduce a procedimiento o incluso a instituciones; es la fuerza social y política que lucha por transformar el Estado de Derecho en un sentido que corresponda a los intereses de los dominados […] La democracia no triunfa cuando la acción política prevalece sobre la lucha social, sino, en el caso contrario, cuando el actor de clase es definido lo bastante positivamente como para ordenar la acción política y para legitimar su acción en términos de derechos fundamentales y de construcción de nueva ciudadanía (pp. 52 y 203).
En la misma línea, la Corte IDH ha señalado que:
La participación política puede incluir amplias y diversas actividades que las personas realizan individualmente u organizadas, con el propósito de intervenir en la designación de quienes gobernarán un Estado o se encargarán de la dirección de los asuntos públicos, así́ como influir en la formación de la política estatal a través de mecanismos de participación directa (Corte IDH, 2011, párr. 147).
Por ello, es particularmente importante rescatar el poder discursivo del principio de soberanía popular en el sentido que esta le corresponde al pueblo del cual emanan todos los poderes del Estado que se ejercen por representación, ya que, el ejercicio de la soberanía no se limita a escoger a quienes ejercerán el poder en nuestro nombre y representación, sino asumir que, como miembros del pueblo, somos titulares directos de ese poder y que tenemos derecho a decidir sobre la forma en que será ejercido en nuestras comunidades y territorios (Quesada Tovar, 2013, p. 108).
No se puede ignorar que en América Latina el ejercicio del poder por parte de quienes nos representan puede implicar un riesgo para los derechos humanos, los cuales, pese a imponer límites y vínculos a las autoridades estatales, no siempre son observados por estas. En este sentido, se debe recordar que la protección de tales derechos “constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo ‘susceptible de ser decidido’”(Corte IDH, 2011, párr. 238-239).
Por tanto, la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía es un proceso permanente que refuerza y profundiza la democracia (Corte IDH, 2006, párr. 16), frente a lo cual el Estado tiene la obligación de permitir y garantizar, entre otras cosas, la organización de todos los partidos políticos y otras asociaciones; el debate libre de los principales temas socioeconómicos; la realización de elecciones generales, libres y con las garantías necesarias para que sus resultados representen la voluntad popular (CIDH, 2002, párr. 12); el respeto de otros derechos humanos, en especial de la libertad y seguridad personal; y la plena vigencia de la libertad de expresión, asociación y reunión, como elemento imprescindible para la participación directa en la toma de decisiones que afectan a la comunidad (CIDH, 2006, párr. 256).
Los últimos años en nuestra región dan cuenta que el alcance del concepto “democracia” se ha quedado en un ideal aspiracional, puesto que, según lo señalan estudios como Freedom in the World 2020 en el que se evaluó el estado de la libertad en 195 países y 15 territorios durante el 2019, basándose en indicadores relativos a las libertades civiles y los derechos políticos, se registró el catorceavo declive consecutivo en términos de libertad en el mundo, efectuando un comparativo entre el número de países que empeoró (64) y mejoró (37) su evaluación (Freedom House, 2020, pp. 1-2).
La evaluación del año 2020 incrementó la tendencia del número de países que progresaron (28) y que empeoraron (73) su puntuación (Freedom House, 2021, pp. 1-2). Para esta última evaluación, el factor determinante fue la pandemia provocada por la COVID-19, que no solo generó una crisis en los sistemas de salud mundiales, sino también una regresión económica, aumento del desempleo y de las desigualdades sociales, la adopción de decisiones gubernamentales que promueven la concentración de poder o la puesta en peligro de los derechos humanos que pueden generar efectos adversos y dificultades para ser revertidas una vez que el virus haya sido controlado; sin embargo, las democracias también han sabido ser resilientes, prueba de ello son los procesos electorales celebrados en medio del contexto de emergencia y los ejemplos de independencia judicial que dedujeron responsabilidades en episodios de abuso del poder (pp. 10-15).
Para The Economist Intelligence Unit (2021, pp. 14-15 y 20)las regresiones democráticas que se produjeron en el 2020 corresponden, sobre todo, a la suspensión de libertades civiles a la ciudadanía por períodos prolongados de tiempo como medida gubernamental para abordar la crisis sanitaria, pero también llama a la reflexión sobre la prontitud con la que deben restaurarse y la necesidad de involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones democráticas como parte del objetivo de crear una comunidad de ciudadanos activos.
En América Latina, todos los países han adoptado, a nivel nacional o local, restricciones debido a la pandemia, salvo el caso de Nicaragua (Galindo, 2020), y más allá de los efectos adversos que trajo consigo el impacto del Coronavirus, que no son aislados con respecto a los sistemas sanitarios nacionales, quedó en evidencia la importancia de las garantías que provee el reconocimiento de los derechos humanos por medio de los mecanismos de protección a nivel nacional e internacional para contener los abusos y prácticas autoritarias de los tomadores de decisiones, y establecer los parámetros preestablecidos para que las restricciones de los derechos humanos tengan un carácter temporal, como lo dispone el artículo 27 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Este mandato de temporalidad puso a prueba la capacidad de reacción de los Estados para tomar decisiones y, en su momento, equilibrar los levantamientos graduales y mitigar el colapso de su sistema de salud pública. En este punto es que el concepto brindado por O’Donnell cobra especial valor, toda vez que las diferentes etapas de la pandemia han sido una coyuntura para fortalecer o, en su defecto, debilitar la identidad colectiva de la ciudadanía con sus representantes.
Esto demuestra que el vínculo de representación política en defensa de los intereses de las demás personas no se agota en una esfera electoral, que ciertamente otorga una legitimidad de origen a las personas representantes electas, siempre y cuando se realice en una elección libre y justa, sino que conlleva la capacidad de que el ejercicio del poder sea observado, controvertido y limitado por la ciudadanía en todo momento (Wonldenberg y Becerra, 2021, pp. 958-969).
En este punto es fundamental llamar la atención sobre la importancia de la legitimidad democrática, la cual incluye la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio (Weber, 1979, pp. 163-165). Con respecto a la legitimidad de origen, debemos recordar lo señalado por Andrea Greppi, en el sentido que esta solo se obtiene cuando se respetan dos elementos esenciales: el principio de soberanía popular que se expresa en la voluntad de las mayorías a través de elecciones libres, auténticas y justas; y la garantía de los derechos humanos como valores fundamentales de las sociedades civilizadas (Greppi, 2006, p. 25).
En relación con la legitimidad de ejercicio, el descontento ciudadano con la democracia tiene que ver con el hecho de que este régimen no ha tenido un impacto positivo en la experiencia cotidiana de la gente en términos de reducir la pobreza y las desigualdades sociales, satisfacer sus necesidades básicas y promover su dignidad para poder participar en igualdad de condiciones en las decisiones políticas trascendentales que afecten su entorno (Mejía Rivera, 2009, p. 232).
Por tanto, para la mayoría de la población la democracia se ha reducido a ser convocada a elecciones cada cierto tiempo, a votar por candidaturas que incorporan en sus planes electorales la mejora de sus condiciones de vida, pero que una vez que acceden a la administración del Estado, utilizan su poder para incumplir lo que prometieron, beneficiar a los poderes fácticos y maximizar sus ganancias, y reprimir las protestas sociales.Por tal razón, cuando se le pregunta a la población latinoamericana “¿para quién se gobierna?”, los datos demuestran que entre los años 2006 y 2018 hubo un aumento del 61% al 79% de los ciudadanos y ciudadanas que manifiestan que se gobierna “para unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio” (Latinobarómetro, 2018, p. 38).
En términos de legitimidad, estos datos son una muestra preocupante del peligroso lugar que ocupa la democracia en el imaginario colectivo de la región, ya que, una amplia mayoría de la población no ha visto materializada la promesa democrática de que los beneficios logrados gracias a las libertades individuales y políticas obtenidas con el final de largos periodos autoritarios, se reflejarían también en el ámbito económico, social, cultural y ambiental. Cuando la democracia no es capaz de responder a las necesidades básicas y de reducir las grandes desigualdades se tiende a apoyar propuestas autoritarias o demagógicas que ofrecen crecimiento económico, progreso social y estabilidad a cambio de una reducción de las libertades (PNUD, 2002, p. 4).
Como lo señala la CIDH, se consideraba que la democracia representativa, por su propia naturaleza, debía traducirse en mejoras sustantivas en la calidad de vida. El trabajo, la salud, la educación, la vivienda adecuada, entre otros, fluirían naturalmente como resultado de la vigencia de ciertas libertades y de la vigencia de instituciones democráticas. No obstante, la experiencia reciente de América Latina revela “que no existe esa relación automática y necesaria entre la vigencia de los derechos civiles y políticos y la satisfacción de las necesidades básicas de importantes sectores de la población” (CIDH, 1984, párr. 1-2).
2. La ética en la política: Entre lo ideal y lo previsible
En el contexto de la pandemia de la COVID-19, la ética se posiciona como una piedra angular en el análisis de cómo el vínculo de representatividad entre representantes y ciudadanía se fortaleció o se deterioró, ya que establece una serie de criterios que guían u orientan la acción personal, particularmente de quienes ejercen el poder público. En este sentido, la ética pone en el horizonte de quienes ejercen el poder del Estado el respeto y observancia de los valores esenciales de la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos, los cuales se han constituido en los elementos esenciales de legitimación y deslegitimación de cualquier poder, y entre ellos mantienen una relación triádica que le permite a cada uno definirse, completarse y adquirir sentido en función de los otros (Corte IDH, 1987, párr. 26).
Cuando dicho horizonte no es observado o es cambiado por otro, entonces provoca lo que señalamos en el apartado anterior sobre la descreencia ciudadana en la democracia debido a las contradicciones entre el discurso y las prácticas que terminan perjudicando los intereses generales de la sociedad, y beneficiando a ciertos sectores políticos y económicos. Es importante desvelar que dichas contradicciones son el resultado de un cinismo estructural a través del cual quienes gobiernan prometen una igualdad abstracta y en la práctica generan una desigualdad real (Bartolomé Ruíz, 2006, p. 11), y dan una imagen de voluntad para fortalecer el Estado de derecho, profundizar la democracia y garantizar los derechos humanos, pero no se comprometen seriamente en dicha tarea si ello implica poner en riesgo sus privilegios e intereses (Barahona, 2006, p. 15).
De esta manera, se mantiene la afirmación formal de los derechos humanos, especialmente de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, pero sólo se garantizan cuando no perjudican los intereses económicos o políticos de grandes multinacionales u otros sectores de las clases dominantes, o cuando la presión social hace inevitable que se concedan. En ese contexto, “se afirma de forma reiterada la defensa de los derechos humanos y al mismo tiempo se construye un modelo de injusticia estructural global. Este es un paradigma esquizofrénico (o cínico) que insiste de forma exhaustiva en la defensa formal de los derechos humanos y produce estructuras e instituciones de negación real de los mismos” (Bartolomé Ruíz, 2006, pp. 37-38).
En este punto es importante destacar que, de acuerdo con Max Weber, toda acción éticamente orientada puede ajustarse conforme a la ética de la convicción o a la ética de la responsabilidad. Esta última ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. En otras palabras, actuar de esta manera conlleva una conciencia y entendimiento de las consecuencias de las acciones humanas y su previsibilidad (Weber, 1979, p. 164). Por tanto, aplicar la ética de la responsabilidad en el ejercicio de las funciones públicas que dan paso a la toma de decisiones justificaría la adopción de medidas como el confinamiento que restringieron las libertades civiles para contener la propagación del virus, a sabiendas de los efectos colaterales que provocaría en un ejercicio de ponderación de derechos humanos.
Parte de esos efectos se pueden observar en derechos como el de la educación, el trabajo, los derechos de las mujeres y las niñas, y una vida libre de pobreza. Así, a febrero de 2021, aproximadamente 120 millones de niños y niñas en edad escolar habían perdido o corrían el riesgo de perder el año escolar en América Latina y el Caribe debido a las medidas decretadas durante la pandemia (Saavedra y Di Gropello, 2021);por otro lado, la Organización Internacional del Trabajo estima que para 2022 el número de personas desempleadas en el mundo será de 205 millones, en comparación con los 187 millones de 2019 (OIT, 2021); María-Noel Veaza, Directora Regional de ONU Mujeres para América Latina y el Caribe afirmó que las medidas de aislamiento social durante la pandemia aumentó la violencia contra las mujeres y los factores de riesgo que la provocan (escasez de alimentos, inestabilidad económica y tensiones en los hogares) (Vaeza, 2021); la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) proyectó para el 2020 209 millones de personas en situación de pobreza, 22 millones de personas más que en 2019 y 78 millones en condición de pobreza extrema, 8 millones de personas más que en 2019 (CEPAL, 2020, pp. 28-30).
Las cifras expuestas evidencian que el efecto devastador de la pandemia trascendió exclusivamente de los datos de seres humanos fallecidos y gravemente enfermos a causa del virus, y redujo el margen de maniobra de los gobiernos a una mitigación de sus consecuencias en términos individuales y colectivos en cada país, a sabiendas de que, en cualquier caso, siempre habría consecuencias. Lo que sí cambió en cada contexto nacional fueron las decisiones que tomó cada gobierno y el criterio utilizado para ello. Para el economista Branko Milanovic “los gobiernos occidentales no estaban dispuestos a adoptar la estrategia asiática contra la pandemia por culpa de su cultura de la impaciencia y sus ganas de resolver todos los problemas rápidamente asumiendo muy pocos costes”(Milanovic, 2020).Estos costes no serían causados únicamente por los gobiernos, sino también por la ciudadanía, quien está rodeada por la concentración alarmista de hechos negativos, una imagen de impotencia que transmite la clase política, un sentimiento difuso de desorientación, por lo que se produce una demanda de certeza superficial y autoridad rápida (Gutiérrez-Rubí, 2021).
Aunque ese contexto parezca desalentador, pero real, también hubo liderazgos que, aun ante el número de contagios en crecimiento y las medidas adoptadas en otros Estados, desconocieron la magnitud de la pandemia. Para Sumit Ganulgy et al., los cinco líderes políticos que peor han gestionado la pandemia son Narendra Modi (India), Jair Bolsonaro (Brasil), Alexander Lukashenko (Bielorrusia), Donald Trump (Estados Unidos) y Andrés Manuel López Obrador (México) (Ganguly, Chin, King, et al, 2021).
Diferentes continentes y culturas, pero el actuar de estos jefes de gobierno se ha caracterizado por un negacionismo o desprecio de los efectos del virus, acompañado de la ausencia de medidas restrictivas durante el inicio de la pandemia, decisiones que obstaculizaron los esfuerzos de las autoridades sanitarias de promover el distanciamiento social, elaboración de protocolos clínicos, relevos periódicos de ministros de sanidad, celebración de actos públicos sin la concienciación sobre el uso de equipo de protección personal y difusión de desinformación en sus discursos políticos.
¿Qué criterios éticos siguieron estos liderazgos? Surge entonces la interrogante sobre si se trataría de un ejemplo de la ética de las convicciones en las que no solo no se hacen responsables de sus decisiones, sino que a raíz de ello se incrementa el costo político, económico y, sobre todo, social de la pandemia. De ser este el supuesto, el contenido de los ideales y convicciones de liderazgos políticos de esta naturaleza es un riesgo para las democracias, particularmente porque a pesar de que no respaldan los fundamentos científicos que permitirían contener la situación, cuentan con el respaldo de una base política y social que les permite mantener sus discursos y decisiones en este nivel.
La puesta a prueba de la ética en política no se ha circunscrito únicamente a las decisiones que se han tomado en materia de sanidad, sino también en el contexto de crisis políticas que pueden ser representadas por dos ejemplos: por un lado, Colombia y Chile que reflejan ciclos de crisis temporales en momentos concretos, y Honduras y Nicaragua que reflejan crisis permanentes. Así, en abril de 2021, el presidente colombiano, Iván Duque, intentó promover una reforma fiscal para generar ingresos al Estado y en lugar de cumplir este objetivo, produjo una ola de protestas que continúan a pesar de que la reforma fue retirada a inicios de mayo (Turkewitz, 2021). Las demandas sociales han trascendido a problemas más estructurales como la desigualdad social que también fueron agravados por la pandemia. Sin embargo, las protestas no solo se han caracterizado por demandas sociales desatendidas, sino también por episodios de violaciones a los derechos humanos debido al uso excesivo de la fuerza por parte de los cuerpos de seguridad colombianos y encuentros violentos con manifestantes (CIDH, 2021a).
De forma similar, ante el alza del precio de las tarifas del transporte subterráneo anunciada por el presidente chileno Sebastián Piñera, se desarrollaron grandes protestas sociales que fueron respondidas por el gobierno con un estado de emergencia entre el 18 y el 28 de octubre que restringió la libertad de circulación y provocó graves violaciones a derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. Como lo señala la CIDH, se registraron “en varios casos, de manera repetitiva, abusos, detenciones y uso desproporcionado de la fuerza para enfrentar estos conflictos” (CIDH, 2020).
En el caso de Nicaragua, desde hace 3 años existe una crisis política, social y de derechos humanos caracterizada por una impunidad generalizada y el prolongado quebrantamiento del Estado de Derecho. La CIDH ha documentado la perpetración de graves violaciones a los derechos humanos cometidas en el marco de la represión violenta a las protestas sociales (CIDH, 2021b) y la intensificación de actos de hostigamiento contra personas identificadas como opositoras al Gobierno, defensoras y defensores de derechos humanos, así como contra víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familiares (CIDH, 2021c).
Finalmente, Honduras desde el golpe de Estado de 2009 se ha enmarcado bajo un régimen autoritario, cuya ruta antidemocrática está evidenciada a la luz de diversos índices que catalogan al país como un “régimen híbrido” y a un escalón de convertirse en un Estado completamente autoritario; como uno de los países más débiles en términos de institucionalidad y de respeto a la legalidad; como un país en estado de advertencia de convertirse en un Estado fallido; como el país como mayor impunidad en América Latina; y como una “autocracia electoral” (Congressional Research Service, 2020). Así las cosas, desde el rompimiento del orden constitucional se han profundizado los problemas estructurales como la pobreza, desigualdad y discriminación, la corrupción, la debilidad institucional y la situación de impunidad (CIDH, 2019), los cuales representan los enormes desafíos para el nuevo gobierno de Xiomara Castro Sarmiento elegida presidenta de Honduras en noviembre del año pasado (Mejía Rivera, 2021, pp. 16-23).
Frente a estas graves situaciones que reflejan las contradicciones entre el discurso y la práctica, la oposición y protesta ciudadana es violentada reprimida y criminalizada bajo la premisa de que desestabilizan el legítimo ejercicio del poder “democrático” que tienen quienes gobiernan por decisión de la mayoría de la ciudadanía, aun cuando sus decisiones resulten lesivas a los derechos y a la dignidad de las personas, o se ejerzan al margen de la legalidad secundaria o constitucional (Jurado, 2021, pp. 143-170).
Ala luz de las situaciones descritas y en el marco del concepto de ética desarrollado por Weber, el sociólogo José Jiménez-Díaz sostiene que la acción política debe realizarse teniendo en cuenta la realidad sociopolítica en la que se desenvuelve, y que quien no tenga claridad sobre ello no se hace responsable de esa realidad, ya que, para construir un vínculo con la ciudadanía debe ponderarse las ideas, las palabras y las acciones en la esfera pública (Jiménez-Díaz, 2018, pp. 109-112). Cuando el discurso de las autoridades de estos 4 países se orienta más a justificar sus acciones claramente contrarias a sus obligaciones y a justificar el uso excesivo de la fuerza frente a los justos reclamos ciudadanos, se envía el mensaje de que las demandas sociales no son una prioridad en la resolución del conflicto y que se ha abandonado la ética como criterio orientador de sus acciones públicas, particularmente en tiempos de crisis.
Bajo estos parámetros, si la democracia se asienta sobre el principio de que es el pueblo el titular de la soberanía política y que en su ejercicio elige a sus representantes para que ejerzan el poder político, estos ejercen, de este modo, un mandato de sus representados y representadas que les confían sus aspiraciones a tener una vida digna, en libertad y democracia (CIDH, 2001, párr. 3). Por tanto, tales representantes se encuentran vinculados y obligados a cumplir con el mandato de garantizar el pleno ejercicio de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales de quienes representan. No hacerlo o hacer lo contrario rompe el vínculo de representación y las personas representadas tienen el derecho a plantear sus demandas hacia el poder político para que sean atendidas en el marco de los canales institucionales.
En este punto, la ética de la responsabilidad genera que los liderazgos políticos puedan hacer una lectura oportuna y coherente de la situación sociopolítica en la que se desenvuelve una problemática y sean capaces de abrir los espacios de diálogo para evitar una profundización de los conflictos sociales y, consecuentemente, un mayor descreimiento en la institucionalidad y en los procesos democráticos. Por ello, también es importante recordar que las exigencias ciudadanas en el contexto de las protestas sociales deben comprenderse desde la lógica de que, en una sociedad democrática, el espacio urbano y público no es sólo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación política (CIDH, 2006, párr. 56), en el que el derecho a la libertad de expresión es fundamental para colocar en el debate público los intereses de los sectores más vulnerabilizados y marginados de la sociedad, siendo la protesta social una de las vías para situar sus demandas en las calles, en las plazas, en los edificios públicos y en las paredes (Mejía Rivera, 2018, p. 292).
En este sentido, la libertad de expresión en todas sus manifestaciones constituye una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática, pues es indispensable para la formación de la opinión pública y es una condición para que quienes deseen incidir sobre la colectividad y las políticas públicas, puedan desarrollarse plenamente (Corte IDH, 1985, párr. 70).Por su cercanía al nervio democrático, el derecho a la libertad de expresión está íntimamente conectado con el derecho de manifestación pública y pacífica, y el derecho de reunión y asociación, y constituyen elementos vitales para el buen funcionamiento del sistema democrático. De ahí que la naturaleza democrática de la protesta social exige como mínimo la existencia de “canales abiertos para expresar el disenso político y reclamar por los derechos. Y de eso se trata, precisamente, el derecho a la protesta como ejercicio colectivo de la libertad de expresión” (Rabinovich, 2011, p. 18). En otras palabras, “el derecho a protestar aparece así, en un sentido importante al menos, como el ‘primer derecho’: el derecho a exigir la recuperación de los demás derechos” (Gargarella, 2007, p. 19).
3. La corrupción como factor de deterioro de la ética y la moral social
La Convención Interamericana contra la Corrupción establece que la corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, y el desarrollo integral de los pueblos, y afirma que su combate evita el deterioro de la moral social. Y cuando la corrupción se hermana con la impunidad, se forma un binomio trágico para la democracia y el Estado de derecho, ya que, la aplicación de la ley se bifurca ante la existencia fáctica de dos tipos de ciudadanía: Las personas impunes, para quienes la ley no existe, y si existe, ellas son la ley y la ley no castiga a quienes están arriba, así que, a pesar de sus delitos, “por naturaleza propia, terminan conduciéndose como si fueran inocentes, ajenos a toda perversión política” (Scherer Ibarra, 2009, pp. 9-10 y 12).
Y las personas no impunes, que son la mayoría de ciudadanos y ciudadanas para quienes las leyes sí existen y comparecen ante ella y sus tribunales, y les toca afrontar la actuación efectiva de las normas y las manifestaciones de la fuerza pública, siempre al acecho para evitar cualquier tropiezo que pudiera dar al traste con los sueños de grandeza que asegura la impunidad a los de arriba (p. 11). Las consecuencias de esto son devastadoras para la convivencia social, la legitimidad de las instituciones y el Estado de derecho, pues cuando la ley sólo se aplica a las personas no impunes, el Estado se desautoriza y deslegitima, y se crea un escenario propicio para la regresión y la profundización del empobrecimiento y la frustración de las grandes mayorías, con su consecuente multiplicación y agravamiento de los conflictos sociales y las crisis políticas, y el estancamiento del proceso de democratización (Kaplan, 2009, pp. 277-278).
A la luz de lo anterior, la corrupción constituye un problema transversal para los sistemas democráticos de la región, ya que, los actos corruptos en el contexto de una pandemia deterioran la moral civil, entendida como “ciertos ideales compartidos entre los miembros de una sociedad”, como que las personas tienen dignidad y no precio, y que el consenso social descansa en el reconocimiento recíproco de nuestros derechos (Cortina, 2000, p. 77). No obstante, la corrupción tiene un impacto significativo en la protección y garantía de los derechos humanos, especialmente de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, por lo que los actos de corrupción cometidos en el marco de la pandemia suponen un socavamiento a la legitimidad de las instituciones públicas.
Sin duda alguna, el ejercicio de la función pública en un contexto de emergencia sanitaria sin precedentes en la historia reciente adquiere mayor relevancia en función de la transparencia con que se administren los recursos destinados a enfrentarla y se prestan los servicios públicos para reducir su impacto en la vida de las personas. La gestión de los recursos públicos en el marco de esta emergencia con restricciones a los derechos que han adoptado la forma de estados de emergencia, de excepción o de sitio, permitió que los procesos de adquisición se flexibilizarán y se adoptaran mecanismos más expeditos, lo cual provocó que hubiera áreas y procesos más vulnerables a la corrupción como la construcción y remodelación de las instalaciones sanitarias; la compra de equipamiento, insumos, medicinas y su distribución; y la regulación de la calidad en los productos, servicios, instalaciones y los profesionales (Vian, 2008, p. 85).
Además de ello, hubo otras acciones de corrupción vinculadas particularmente con la ética de la responsabilidad, en donde los ejemplos de Chile, Argentina y Perú nos muestran posiciones contrapuestas en cuanto a ética y corrupción de quienes toman decisiones al más alto nivel en la gestión de la pandemia, pero también de la ciudadanía. Así, en febrero de 2021 el expresidente peruano, Martín Vizcarra, admitió haber recibido las dosis correspondientes a la vacuna contra la COVID-19 Sinopharm cuando estaba en la etapa de ensayo clínico, meses antes de que el país iniciara con el proceso de vacunación. Esto produjo que renunciara a su cargo junto con las entonces ministras de Relaciones Exteriores y de Salud en medio de un escándalo que refleja que la corrupción sistémica perjudica la salud de las personas más empobrecida del país (Kenyon, 2021, p. 463). No obstante, sorprende el hecho de que el expresidente Vizcarra haya sido el candidato más votado en las elecciones extraordinarias para integrar el Congreso de la República, celebradas el 11 de abril de 2021, lo que pone de relieve el rol que la corrupción juega para la ciudadanía al momento de elegir a sus representantes.
Un escándalo similar surgió en Argentina, cuyo exministro de Salud, Ginés González García, se vio obligado a renunciar por beneficiar a diversas personas, entre ellas, personalidades y funcionarias públicas, incluyendo congresistas, en la provisión de la vacuna Sputnik V de forma secreta en las oficinas del Ministerio de Salud. En chile, para febrero de 2021, 37,306 personas habían recibido la primera dosis de la vacuna contra el coronavirus sin formar parte de los grupos prioritarios en el proceso de vacunación (Cádiz, 2021). Con ello se confirma el carácter estructural del flagelo de la corrupción, ocasionando un debilitamiento en las instituciones, pero también en la normalización social de estas prácticas en perjuicio de un sentimiento colectivo de solidaridad y respeto a la ley.
El surgimiento de episodios de corrupción en las diferentes etapas de la pandemia dejó en evidencia la fragilidad de los sistemas democráticos de la región que ya atravesaban dificultades para proteger derechos humanos, satisfacer demandas sociales y fortalecer el vínculo de representatividad entre ciudadanos y autoridades; en consecuencia, se ha incrementado el riesgo de que las personas dejen de percibir a la democracia como un régimen en el que pueden desarrollar su proyecto de vida, llegando a preferir regímenes autoritarios que no respeten los valores democráticos, pero que ofrezcan respuestas inmediatas a ciertos segmentos sociales.
En escenarios de debilidad de los sistemas sanitarios se requiere que las autoridades transmitan confianza y sepan comunicar a su ciudadanía las decisiones que se van adoptando desde la provisión de pruebas para detectar contagios, el abastecimiento y ampliación de la capacidad de los hospitales públicos y, en la fase más reciente, de adquisición, asignación y de vacunas. No obstante, no se puede dejar de señalar que la corresponsabilidad ciudadana también ha jugado un rol importante, tanto para contener los efectos del virus como para empeorarlos.
Al tratarse de un flagelo estructural, es fundamental colocar sobre la agenda pública la importancia de la ética en la política como una forma de garantizar el buen funcionamiento de la administración pública y de fortalecer la democracia representativa. Un espíritu de solidaridad global o una ética del bien común (Quiroga, 2020, p. 40) se vuelve un imperativo para ampliar el alcance del concepto de identidad colectiva que debe regir el comportamiento de los liderazgos políticos y transformarse gradualmente también como parte de la cultura política ciudadana. Así lo sostuvo el papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti: “A pesar de estar hiperconectados, existía una fragmentación que volvía más difícil resolver los problemas que nos afectan a todos. Si alguien cree que solo se trataba de hacer funcionar mejor lo que ya hacíamos, o que el único mensaje es que debemos mejorar los sistemas y las reglas ya existentes, está negando la realidad” (Carta Encíclica, 2021).
4. Conclusiones
Después de muchos años de afianzamiento de la democracia como forma de organizar las sociedades, su implementación práctica continúa siendo una construcción diaria en la que deben contribuir autoridades y ciudadanía. El logro de la coherencia entre los valores democráticos, los ideales de quienes toman decisiones, las consecuencias de ello y el acercamiento de los ciudadanos y ciudadanas con el sistema pasa precisamente por retomar el concepto, definir el alcance de la ética en la política y promoverlo gradualmente como parte de la cultura ciudadana. La democracia es un proceso siempre abierto, institucionalizado jurídicamente en el Estado de derecho, en el que los sujetos deben y pueden participar en las decisiones jurídico-políticas, lo que también implica una participación en el tejido social, y en los resultados “medidos tanto en consecuencias más directamente económicas como en reconocimiento de derechos y libertades de muy diferente índole” (Díaz, 2001-2002, p. 207).
Además de la crisis política, económica y social a la que diversos países ya se enfrentaban, la COVID-19 no es la primera pandemia ni será la última crisis sanitaria que visibilizará la importancia de lo público como un bien que nos pertenece a todos, pero que debemos contribuir en su preservación con nuestras acciones y la constante interpelación social hacia nuestros representantes. Durante el tiempo que la pandemia se ha prolongado, la corrupción permeó las estrategias gubernamentales para gestionar la toma de decisiones, aun y cuando implícitamente las circunstancias requerían de la responsabilidad que conlleva hacer un buen uso de la confianza ciudadana. Indudablemente este es un indicador de los retos que persistirán en el camino hacia la democratización, sin embargo, la celebración de procesos electorales en este contexto y su buen desenlace marcan la pauta de la ruta que deben seguir las democracias en la garantía de los espacios para que los ciudadanos y ciudadanas puedan tener oportunidades periódicas para promover relevos políticos cuando quienes ejercen funciones públicas no han respondido a las necesidades sociales.
No obstante, no se puede ignorar que las formalidades de la democracia, como la elección de presidentes y congresistas no es un cimiento lo suficientemente firme para garantizar sistemas políticos y económicos estables y duraderos. Como lo señala la CIDH, esto queda demostrado por el hecho de que, pese a la transición democrática de la región latinoamericana, paralelamente también se ha presenciado “un marcado aumento de la incidencia de la pobreza que pone en peligro la estabilidad política de numerosos Estados de la región” (CIDH, 1994). En condiciones de pobreza extrema, desigualdad y exclusión social, “se dificulta la efectividad de un presupuesto clave de la democracia: que los individuos son ciudadanos plenos que actúan en una esfera pública donde se relacionan en condición de iguales” (PNUD, 2004, p. 118).
Por tanto, el objetivo no es sólo avanzar hacia una democracia representativa plena, sino velar porque tal sistema de organización política represente para cada persona la posibilidad de lograr el respeto y realización plena de todos sus derechos civiles, políticos, como económicos, sociales, culturales y ambientales. Esto constituye la mejor garantía para la preservación misma de la democracia como sistema, “pues en la medida en que las personas estén convencidas, por su propia experiencia personal, de que ése es efectivamente el mejor modelo de organización política, éstas serán la mejor garantía contra dictaduras tradicionales y contra otras formas autoritarias de gobierno” (CIDH, 2001, párr. 5-7). En este sentido, no es de extrañar que “desde el punto de vista de la vigencia de ordenamientos políticamente democráticos y socialmente justos, América Latina sigue siendo el continente del desencanto y de la frustración” (Garzón Valdés, 2001, p. 33).
Para superar este desencanto, el tiempo da luces de los retos compartidos que las naciones y las democracias continuarán enfrentando, para lo cual se requerirá valorar la ética del bien común como parte de la forma en que se organiza y funciona la sociedad; de lo contrario, la corrupción y la ausencia de empatía serán obstáculos para construir sociedades solidarias y consecuentes con el comportamiento que se demanda de los liderazgos y de la ciudadanía. Esta última juega un papel fundamental en monitorear y denunciar el cinismo estructural que abre una grieta entre el discurso político y la práctica del poder público, la cual puede convertirse en un espacio social privilegiado para reconstituir nuevas luchas sociales, nuevos discursos, nuevas identidades sociales y nuevas prácticas de transformación social, posibilitando la emergencia de nuevos movimientos y sujetos alternativos al sistema (Bartolomé Ruíz, 2006, p. 39) que, con las guerras preventivas, la degradación ambiental, el aumento de las desigualdades, el auge de los autoritarismos, la renovada irrupción de la extrema derecha, la reacción violenta del patriarcado a los avances de los derechos de las mujeres y de las personas LGTBIQ+, y el abordaje de la pandemia de la COVID-19, ha mostrado su agotamiento.
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[1] Doctor en Estudios Avanzados en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid. Investigador del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC-SJ), y coordinador adjunto del Equipo Jurídico por los Derechos Humanos (EJDH).
[2] Abogado por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras con un Máster en Derecho (LL. M.) con concentración en América Latina y Derecho Internacional por la Universidad de Texas en Austin. Investigador del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina.