Revista Iberoamericana de Derecho, Cultura y Ambiente

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RIDCA - Edición Nº3 - Criminología

Dora A. Mayoral Villanueva. Directora

15 de julio de 2023

Aspectos criminológicos de la Desaparición Forzada de Personas en México El caso Rosendo Radilla Pacheco

Autor. Alan García Huitron. México

Alan García Huitron[1]

RESUMEN

No existe informe internacional en materia de derechos humanos sobre México, que no subraye los pendientes en torno a la llamada Guerra Sucia, siendo la desaparición forzada de Rosendo Radilla a manos del Ejército mexicano en 1974 el caso más representativo del contexto de esta época. Desde una perspectiva criminológica, existen elementos comunes entre aquellos fatídicos eventos y la actual crisis de inseguridad y de violaciones a derechos humanos, por lo que esclarecer los crímenes del pasado permitirá acceder a garantías de no repetición -uno de los pilares de la justicia transicional- y, con ello, atender la lógica genealógica de dicho fenómeno criminal más allá de sus manifestaciones y/o consecuencias.   

 

ABSTRACT

There is no international report on human rights about Mexico that does not highlight the issues surrounding the so-called Dirty War, being the forced disappearance of Rosendo Radilla by the Mexican Army in 1974 the case most representative of the context of this time. From a criminological perspective, there are common elements between those fateful events and the current crisis of insecurity and human rights violations, so clarifying the crimes of the past will allow access to guarantees of non-repetition -one of the pillars of transitional justice- and, with this, combat and attend to the genealogical logic of this criminal phenomenon beyond its manifestations and/or consequences.

 

PALABRAS CLAVE

Criminología, desaparición forzada de personas, Rosendo Radilla, Garantías de no repetición

KEYWORDS

Criminology, forced disappearance of persons, Rosendo Radilla, Guarantees of Non-Repetition

 INTRODUCCIÓN

A partir de una reflexión crítica criminológica sobre el caso de Rosendo Radilla Pacheco -desaparecido forzadamente en 1974 a manos del Ejército mexicano en el marco de la llamada Guerra Fría-, el presente texto busca, por un lado, abonar al ejercicio intelectual que exige la comprensión de los contextos del fenómeno de las desapariciones forzadas en México como parte de las obligaciones estatales para prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a derechos humanos, por otro, apreciar con este particular análisis algunos elementos comunes con la actual crisis, donde el fenómeno de la desaparición forzada juega un papel protagónico, permitiendo acceder a garantías de no repetición; pilar junto a la verdad, la justicia, la reparación y la memoria de la justicia transicional.

De alguna u otra forma, entre los crímenes del pasado y los crímenes del hoy existen continuidades y rupturas, amplificaciones y contracciones, innovaciones y tradiciones que deben investigarse. Como acertadamente dirá la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH, 2015: 231), “la actual crisis de graves violaciones de derechos humanos que atraviesa México es en parte consecuencia de la impunidad que persiste desde la llamada “Guerra Sucia” y que ha propiciado su repetición hasta hoy en día”; de allí la importancia de trabajar en las garantías de no repetición, pensadas para “impedir que vuelvan a producirse ese tipo de violaciones…destinadas a reformar las estructuras del Estado y de las instituciones que facilitaron o promovieron tales violaciones” (OACNUDH, 2014: 51). No por casualidad, los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI, 2015; 2016), a cargo de la desaparición forzada de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, han insistido en incorporar a las víctimas de la guerra sucia como parte de las políticas estatales de investigación, verdad y acceso a la información, y reparación.

Lejos de la impunidad y de las obligaciones del Estado mexicano frente a un crimen imprescriptible y continuado como es la desaparición forzada, es de precisar las continuidades criminales (estructuras, discursos, contextos, prácticas, políticas, perfiles victimales y criminales, entre otros aspectos) en lo que podría denominarse la circularidad acumulativa de las violencias penales, culturales, estructurales y directas. 

A continuación, pues, se desarrollan tres líneas ineludibles para los fines mencionados: primero, la necesidad de repensar el saber criminológico como mecanismo científico para la política nacional de prevención y erradicación de las desapariciones a partir de nuestras realidades socio históricas y de los diferentes retos que trae consigo el modelo de derechos humanos; luego, la importancia de articular históricamente las diferentes expresiones criminales que, lejos de estar separadas por las épocas, constituyen un continuum entre diferentes violencias en una especie de eterno retorno de lo idéntico de la modernidad, que se repite y se expande; por último, enlistar una serie de elementos criminológicos de la desaparición de Radilla Pacheco a efecto de abonar a la investigación criminal y a la responsabilidad penal del caso, que ayude a comprender nuestra situación actual. 

I.                   DEL PERFIL CRIMINOLÓGICO AL ANALÍSIS DE CONTEXTO

De acuerdo con el último Informe del Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, en México se “…han abordado a las desapariciones forzadas desde la perspectiva de sus consecuencias, sin combatir y atender sus causas…la política debe ser integral, atender y combatir las causas y apuntar a su no repetición” (CED, 2022: 6-16). Lejos de excepcional, los anterior podría extenderse al resto de cuestiones criminales que, desde hace décadas, atraviesan nuestro país, a las cuales se les ha enfrentado con aquella falacia de “más policías, más penas y más cárceles” (Calix, 2007), sin modificar los diversos contextos socioculturales y político económicos que posibilitan, contextualizan e historizan dichos fenómenos.

Aunque las categorías de violencia, delito y/o crimen han sido objeto de múltiples disciplinas, paradigmas, escuelas y teorías, a fines del siglo XIX la criminología emergería como un campo especializado que, desde entonces, ha pretendido concentrar aquellos abordajes teórico metodológicos e incidir políticamente en la prevención y reacción de dichas cuestiones, por lo que su participación en la política nacional e integral de prevención y erradicación de las desapariciones forzadas es más que necesaria. Dicha intervención, sin embargo, requiere de algunas precisiones que ayuden a repensar dicho saber a partir de nuestras realidades y de los diferentes retos que trae consigo el modelo de derechos humanos.

En primer lugar, si bien la criminología debiese encargarse del gran espectro de cuestiones criminales, en la práctica históricamente “se ha dedicado al ladrón de bicicletas, olvidando el asesinato masivo” (Morrison, 2012, p. 48); un hecho que cobra sentido pues, como es sabido, el saber criminológico nació para legitimar científicamente al naciente poder punitivo de la modernidad, por lo que difícilmente podía estudiar aquello que estuviere fuera o fuese en contra de la ley; “!El Estado no puede ser criminal! ¡No desaparece personas!” (García y Cunjama, 2020: 40). Así, el primer reto implica transitar de una criminología de los ladrones (empresa moral) a una criminología del genocidio (campo político) que incluya a la desaparición forzada, entendida como un grave crimen de estado que permanece impune.

Una segunda precisión es relativa a la forma sesgada en que la criminología ha explicado la complejidad de los hechos criminales, enfocándose solo en su dimensión individual (el sujeto) devenida de causas psicológicas, biológicas o sociológicas, por separado; una tendencia presente incluso en el abordaje a los crímenes de estado, donde se trata de  “…no calificar al Estado como criminal…[salvo]… el hecho de que individuos que forman parte de los aparatos de Estado realicen conductas antisociales” (Durán, 2010, p.75), limitándose a realizar una tipología de los perpetradores del genocidio a partir de sus rasgos de personalidad (Mann, 2005, pp.27-29); una lógica, igual a la primera precisión, que poco tiene que ver con realidades, y sí con cuestiones ideológicas pues, como en su momento demostró Max Weber, esa significación causal de las acciones humanas hecha por el saber criminológico y jurídico (relación entre hecho y sujeto para demostrar la culpa penal) no se hace desde un examen causalista supuestamente objetivo y totalizador -tarea imposible, ciertamente- sino desde la significación, orientada a valores (1978: 153-159). El desafío, así, está en dejar de pensar a la cuestión criminal como algo simplemente desviado, máxime en el caso de la desaparición forzada que se ha desenvuelto, más que como acto delictivo aislado y marginal, como una práctica generalizada y sistemática de represión social; hecho que, sin lugar a duda, potencializa la práctica criminal y su dimensión estructural de impunidad. No es casualidad, por ello, que sus orígenes se remonten a la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial (Blanc,1990:335), o bien, en lo que respecta a nuestra región, a las dictaduras entre los años 60s y 80s, sucedidas en países como Guatemala, El Salvador, Uruguay, Argentina, Brasil, Colombia, Perú, Bolivia, Haití y México (Molina, 1996:65-66).

Lo anterior requiere, por último, herramientas teórico metodológicas distintas a las que la criminología ha utilizado para sus abordajes selectivos, sensacionalistas, individualistas y descriptivos, proponiendo pasar del perfil criminológico como “técnica…que pretende conocer las características, motivaciones y actuaciones del autor de un delito, a partir del análisis y evaluación de la evidencia física y psicológica que deja el agresor en la escena del crimen y la víctima” (Céspedes, Morales, Merchán y Meléndez, 2013: 313-314) al análisis de contexto como método de análisis interdisciplinario del contexto relacional, histórico, estructural e intersubjetivo del o lo casos, en el entendido de que los crímenes de estado -como la desaparición forzada- no son “el resultado de la toma del poder estatal por alucinados racistas o alienados mentales que disfrutarían de las matanzas colectivas” (Feierstein, 2012, p. 91), si no se comprenden los procesos históricos y relacionales y contextuales que, en cuerpo, tiempo y espacio, posibilitan la fabricación, ejecución y mantenimiento de masacres.

II.                DEL CASO ROSENDO RADILLA A LOS 43 NORMALISTAS

México ha pasado por al menos tres fases históricas de desaparición forzada como dispositivo de poder sistemático; 1)la época de la llamada guerra sucia de los años 70s y 80s con más de 500 casos, principalmente en el estado de Guerrero; 2)el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) entre 1994 a 1997 en el estado de Chiapas con cerca de 50 casos, y 3)la guerra contra el narcotráfico emprendida desde 2006 en todo el territorio nacional con decenas de miles de víctimas. (García, 2021: 248).  

Lejos de estar separados, entre los crímenes del pasado y los del hoy existen continuidades y rupturas, amplificaciones y contracciones, innovaciones y tradiciones a investigar. Si bien entre la pasada guerra sucia y la vigente guerra contra el narcotráfico existen particularidades propias del espíritu de las épocas, es posible entrever continuidades en el tipo de víctimas y victimarios, escenarios, motivos y reacciones estatales e internacionales que precisamente han impedido cumplir con las garantías de no repetición como parte de la justicia transicional.

De esta forma y extrayendo dos casos representativos de desaparición de aquellos contextos (Rosendo Radilla y 43 Normalistas), es posible mirar en ambos una serie de elementos comunes: 1)entrambas, existe la guerra como un “acto de fuerza para someter al contrario a nuestra voluntad con tres objetos generales: anular sus fuerzas, conquistar su territorio y dejarlo inerme” (Clausewitz, 1997: 22-23), sea contra el enemigo del comunismo o contra el enemigo de la delincuencia que, sin embargo, son funcionales a esa tendencia bélica que debe aceptar que sin enemigo no hay Estado, por lo que más que su eliminación, se busca su mantenimiento; 2)los dos concurrieron en el estado de Guerrero, “espacio simbólico de la movilización social y política, la guerrilla y la violencia estatal” (Illades, 2014); 3)ambas desapariciones, fueron parte de un contexto más amplio de violencias (violencia institucional expresada en torturas, detenciones ilegales, ejecuciones arbitrarias y represión social, violencia estructural en condiciones sistemáticas de exclusión, violencia cultural en tanto en ambos se legitimó la necesidad de la guerra y sus consecuencias pues se trataba esos otros peligrosos, y violencia directa con homicidios, robos, secuestros, extorsiones, feminicidios); 4)en uno y otro hubo coparticipación entre actores públicos (policías y militares) y criminales (grupos delincuenciales y paramilitares), una realidad que neutraliza cualquier intento de anular la responsabilidad estatal, pues ésta no solo actualiza cuando existe una participación directa dolosa (Estado desaparece), sino también en los tipos directa no intencional (Estado es utilizado para desaparecer), indirecta no intencional (Estado crea condiciones por omisión para desaparecer) e indirecta dolosa (Estado ayuda a desaparecer). El hecho de que hoy no sea el ejército directamente sino los criminales quienes hacen el trabajo sucio no debe interpretarse como parte de una reestructuración criminal, tan solo son cambios en la parte ejecutora en vista de los nuevos tiempos menos autoritarios. 5)Tanto la desaparición de Rosendo como la de los Normalistas ocurrieron como coletazo de una militarización o securitización de los problemas sociales, políticos y económicos, previa y largamente irresueltos por el Estado en su conjunto. 6)En los dos hubo impunidad estructural tanto de los tres niveles de gobierno como de los tres poderes del estado, lo que originó la intervención del Derecho Internacional de Derechos Humanos; 7)finalmente, entre ellos existe una continuidad en el perfil de las víctimas (indígenas en situación de marginalidad y pobreza, opositoras al modelo económico-político dominante).

Aceptar estas continuidades en una especie de circularidad acumulativa (estructuras que estructuran, discursos que posibilitan, contextos que condicionan, prácticas que ejecutan, perfiles que actúan, entre otros aspectos) plantea la interrogante de qué tanto estas violencias expresan “conductas y fenómenos que, por ser funcionales al poder hegemónico mundial, éste los deja andar o los favorece; opera como una suerte de filtro, que impide el paso a lo disfuncional y dejar colar lo funcional a sus intereses” (Zaffaroni, 2015: 121-122).

III.             ANÁLISIS CRIMINOLÓGICO DEL CASO ROSENDO RADILLA

La detención arbitraria, tortura y posterior desaparición forzada, con su consecuente impunidad estructural, de Rosendo ocurrida en agosto de 1974 en Atoyac de Álvarez, Guerrero, por parte del Ejército Nacional Mexicano no obedece a un hecho aislado ni marginal (algunos solados de tropa militar en servicio que, desobedeciendo órdenes, cometen un delito), por el contrario, aquellas prácticas, junto a otras como la represión de manifestaciones o la vigilancia de opositores políticos, fueron parte constitutiva de una política de estado reactiva ante ciertas demandas, tendiente a la conservación del status quo.

Rosendo es un caso representativo de un contexto mucho más amplio que implicó varios procesos circulares de violencia: primero, las condiciones de injusticia social que él y muchos habitantes de Guerrero vivieron desde principios del siglo XX; segundo, los movimientos de insurgencia que, tras este descontento, aparecieron y en los cuales Rosendo intervino; tercero y cuarto, la respuesta del estado mexicano a estos brotes de sublevación a partir de medidas de contrainsurgencia y de represión militar, mismos que alcanzaron al propio Rosendo.

Estas violencias, a su vez, toman sentido a partir de tres contextos. En primer lugar, la llamada Guerra Fría que si bien “quedaría como un término ambiguo en la que no se reconocen beligerantes ni se conducen acciones armadas reconocidas como tales, sus efectos sí se harán sentir de muy variadas maneras” (SEDENA, 1995: 15). Este sistema ideológico bipolar (Estados Unidos y su sistema capitalista y la Unión Soviética y su sistema socialista) implicó, por parte de la población, levantamientos armados en diferentes países como la revolución cubana del Che y Fidel, del que abrevaron los movimientos como el de Lucio y Genaro en los que participó Rosendo; por parte de los estados, prácticas propias de un terrorismo de estado, provocando la caída de gobiernos no afines como fue el caso de Allende en Chile, o bien, condicionando los modelos de seguridad locales a la doctrina de seguridad nacional americana, acelerando la participación militar en temas de seguridad y demonizando a la insurgencia como amenaza; ambos casos, seguidos de cerca por el presidente Echeverría. 

La relación de la Guerra fría y el ejército mexicano puede ser visto a través de diferentes puntos. El primer elemento son las acciones de contrainsurgencia, entre otras, las de vigilancia y seguimiento del enemigo “comunista”, el uso de la población civil que ayudara a las operaciones militares como segundo, y la preparación táctica y estratégica de los militares, el tercero, mismos que entre los años 60s y 70s harán que el Ejército Mexicano viviera uno de sus momentos más importantes en la historia, creciendo en hombres (en 1960 eran 55 mil efectivos y para 1975, éstos ascendieron a 82 mil efectivos), en presupuesto (de 5,015.824.000 en 1960 a 6,717.642.000 en los 70s), en profesionalización y en armamento.

El segundo contexto es nacional. Se ha dicho, y no con error -aunque sí con matices- que México es un ejemplo regional de la subordinación militar al gobierno civil. Que, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, nuca vivió una dictadura militar o un golpe de estado militar. Si bien esto puede evidenciarse, también es cierto que, al menos en las décadas de análisis, las fuerzas armadas no fueron ajenas a lo sucedido en términos sociopolíticos. Como concluye Piñeyro, “en el fortalecimiento del Estado mexicano moderno su brazo armado jugó un papel básico no solo con los servicios coercitivos a sectores contrarios al naciente poder central, sino como ente político-ideológico” (1985: 133).

La historia del Ejército es bastante suigéneris, sobre todo, por su origen popular producto de la revolución. Con el tiempo, con los gobiernos de Cárdenas y Camacho, se avanzará hacia su profesionalismo y su -parcial- subordinación al poder civil. Más que subordinación, se postula que las relaciones entre el poder militar y el político, por lo menos en las épocas de análisis, son de intercambio, o como apunta Bland, de responsabilidad compartida (1999:9).

Si bien en los hechos investigados el ejército mexicano fue “ordenado para participar en misiones internas debido a la falta de eficiencia de sistemas políticos y judiciales que puedan ser capaces de neutralizar el crimen organizado (en el caso del narcotráfico) o del orden común (en el caso de las guerrillas) (Benítez, 1999: 58), es ingenuo pensar esta relación “acrítica, pasiva, mecánica, respecto a los gobiernos en turno” (López, 1999: 35).

La relación entre el expresidente Echeverría -comandante supremo de las Fuerzas Armadas- y el poder militar no era buena, por lo que rápidamente aquél otorgó concesiones al instituto armado, quien, a cambio, le juro lealtad para impedir que su gobierno fuese derrocado por conspiraciones comunistas y le pidió puestos políticos. Los documentos estadunidenses desclasificados “dejan en claro que Echeverría utilizó la persecución contra los radicales de izquierda para aplacar a un ejército descontento y reforzar su posición derechista.” (Doyle, 2003: 27). Aquí la tesis seguida, entonces, es que al Ejército mexicano no le incomoda hacer valer su naturaleza coercitiva; al final, para eso han sido pensados y creados.

Lo anterior no habría sido posible sin la histórica simbiosis entre los poderes político y militar surgida en los albores del hoy Partido de la Revolución Institucional (PRI), cuando el ex presidente Cárdenas incorporó los militares al partido; una maniobra que si bien buscaba vigilar a las fuerzas armadas desde cerca (ante los intermitentes levantamientos que sucedían en varios estados, llevados a cabo por militares revolucionarios), es claro que desde entonces fue generada una relación de compromisos entre ambas instituciones; no por casualidad, entre 1946 y 1964, cuatro generales dirigieron el Partido. (Al Camp, 1992: 79).

Así, no sorprende que hoy, a casi 50 años de los hechos, siga ausente un control democrático, constitucional y de derechos humanos sobre el instituto armado, a saber: el control del presupuesto y de la compra de armamento; la definición clara de un marco constitucional de sus funciones; los ascensos militares; la ratificación de los principales jefes militares; la investigación de faltas graves en la dirección militar o de casos de corrupción de mandos; la asimilación del concepto de seguridad nacional al de seguridad interior; la no adecuación a estándares internacionales del código de justicia militar, entre otros temas (Sierra, 1999).

Finalmente, entorno al contexto intersubjetivo pretende dilucidar qué cuestiones individuales y culturales fueron significativas en la participación de los militares, cabe subrayar a tres actores: primero, Echeverría, de quien se sabe sufría una especie de delirio de persecución en el sentido de pensar en un posible golpe de estado proveniente no solo de los guerrilleros con “conexiones internacionales”, sino incluso de parte de los propios militares; asimismo, éste tenía cierta afinidad a los gobiernos de derecha, históricamente relacionados con acciones represivas frente a las demandas sociales; por último, durante el gobierno de su antecesor -Díaz Ordaz- Luis tuvo la clave LITEMPO 14 como espía para la CIA; en segundo lugar, el secretario de la Defensa, Cuenca Díaz “considerado el símbolo de la modernización completa del ejército, pues fue el primer soldado completamente formado por el sistema profesional postrevolucionario que llegó a ocupar el máximo mando estrictamente militar de la república” (CIEPAC & CENCOS, 2000: 38), lo que evidencia su distancia con el origen popular y antimilitarista de los generales revolucionarios y su cercanía con el poder político central del entonces PRM, del que fuera senador -antes de su puesto militar- y candidato a gobernador de Baja California después de su participación. Similar análisis puede aplicarse al general de división Jiménez Ruíz, quien antes de participar en los hechos de Guerrero, había estado en Jalisco para cooperar con autoridades civiles tras la agitación estudiantil en el caso Ladewig Ramírez, y en Nuevo León en 1971 para garantizar el orden tras las revueltas estudiantiles. En sus palabras, “México tendría problemas como El Salvador, Nicaragua u otros países si se le hubiera dejado crecer… [se refiere a la guerrilla de Lucio]… si no se apaga ese fuego. Tal vez si se hubiera extendido, pero se apagó a tiempo.” (Gómez, 2002).

Si a lo anterior, se agregan dos elementos: por un lado, la naturaleza política y militar del ejército (compromiso con el Estado; su fin es destruir al enemigo; monopolio de la violencia legitima, no respeta derechos humanos, conservadurismo) y, por otro, el adoctrinamiento civil y militar sobre el peligrosismo de un enemigo abstracto como el comunismo de la época, estaban dadas las condiciones básicas para la implementación de una masacre.

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Citas 

[1] Doctorando en Sociología por la UNAM. Especialista en Criminología por la UNQ de Argentina, Maestro en Derechos Humanos y Democracia por la FLACSO-México, y Licenciado en Criminología en CLEU-CDMX. Correo electrónico: alangarhuitron@gmail.com

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